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miércoles, 18 de abril de 2018

PLUM CAKE DE PASAS

Ocho de la mañana de un soleado día de primavera. Los pajaritos cantan. Qué bonito.  De pronto, un atronador BOMBOMBOMPLOMPLOMPLOMMM me saca de mi placidez matutina. Las paredes de mi salón vibran como en un buen concierto de heavy metal. 
Otra vez. Vaya por Dios....
Mis vecinos de la derecha son criaturas benditas, pero como algún vicio habían de tener, tienen el vicio de las obras. Hacer obras puede llegar a ser una verdadera adicción; he conocido varios casos. Tres o cuatro veces al año, como mínimo, tengo la atronadora murga metida en casa, entreverada con expresiones tales como: "¡¡¡ZEÑORAAAAAA!!! ¿¿¿TIENE USTED POR AHI UNA TOALLA VIEJAAAA???, ¿¿¿NOOOO????  ¡¡¡PACOOOO!!! ¡¡¡PON AHI UNOS CARTONES PA NO RAYARLE A LA MUHEEEER EL PARQUÉÉÉÉ!!!".
"ÑÑÑÑÑÑIUMMMMMMMMM" (eso es el guarrito)
"¿DONDE TAS DEJAO LA MACHOTAAAA?" "BOMBOMMMBOMPLOMMMPLOMPLOM" (Obviamente, la ha encontrado).
 Más golpes a la pared medianera: rezo para no encontrarme al albañil de cara cuando termine por atravesar la pared de una vez. Milagrosamente, por algún motivo, eso no ha ocurrido todavía. A la hora de comer el silencio es religioso, para volver a iniciarse el sarao como a las cuatro de la tarde. Para entonces, tengo los nervios destrozados, y nada que pueda hacer, porque no puedo impedirles a mis vecinos que hagan en su casa las reformas que les dé la gana. En fin, todo acaba. Pero esto me hace nuevamente viajar en el tiempo. Hace muchos, muchos años, tuvimos una temporada similar:
-Joaquín. Que hay que cambiar el suelo, que está hecho un asco.
-Joaquín. Que hay que pintar, que la casa esta hecha una cuadra.
-Joaquín, Que se han caído dos azulejos más en el baño y no se te estremece el alma, rey de España.
Total, que Joaquín, cuyo odio por las obras he heredado, finalmente no tuvo más remedio que ponerse las pilas. Papi era partidario de dejar las cosas como están para siempre, ignorando por completo el principio de la entropía de las cosas o segunda ley de la termodinámica: que todo tiende a volver a su estado natural si no se controla. Traducido al supuesto de marras, que como no repares tu casa, terminará por caérsete encima. Lo cierto es que, harto de la matraca conyugal, papá contactó con un manitas muy económico (de más está decirlo) que solía ir por la tertulia que se juntaba en la tienda. Todo el mundo le llamaba Germi y era un personaje curioso. Su nacionalidad no la sabía ni él y lo de Germi venía de José Germinal, como le inscribieron sus padres, bastante anarquistas al parecer. Había vivido en Brasil mucho tiempo. Tenía el habla más extraña que jamás he oído y al principio traía un ayudante. Eso duró poco, porque, día sí, día también, se peleaban como Juanito Valderrama y Dolores Abril, hasta que el ayudante terminó tan  harto de él que un día colgó la brocha, dejó la pared a medio pintar saliendo escopetado, y nunca más se supo de él.  Nuestro Germi tenía el genio volátil de una prima donna y había que tener mucho cuidado con no hacerle enfadar, pero contaba increíbles aventuras no sé si reales o inventadas de cuando luchó en la Resistencia francesa,  o cuando tuvo que enfrentarse en medio del Amazonas a unos garimpeiros que le querían robar el dinero. Por otra parte, tenía unos particulares criterios estéticos que nos imponía sin encomendarse a Dios ni al diablo. Un día amanecieron los faroles del balcón pintados de rojo intenso, que en contraste con los cristales verdes, hacían un efecto patada en el ojo de lo más completo.  A ver, no es que antes fueran bonitos, las cosas como son, pero, como mami protestaba:
-Germi, por Dios. ¿Qué le ha hecho usted a los farolillos, que parece mi balcón el de un puticlub?
-Mais nada, senhora. É a moda no Brasil. Bonito, ¿nao?
-¿Bonito? ¡Su abuela! Eso lo pondrían en Brasil en las casas de trato que "usted" frecuentara. Que me haga usted al favor y los vuelva a pintar de negro, hombre. Eso está chorreando de feo, vamos. ¡A ver si va a resultar que es usted daltónico!.
Pero ahí no se salió mami con la suya: a papá, que compartía con el manitas el gusto deplorable y el más que probable daltonismo, le hicieron gracia los faroles colorados, y colorados se quedaron para siempre. Terminamos por acostumbrarnos y todo, aunque durante años, mami no pudo salir por el balcón sin soltar por lo bajini "la madre que lo parió".
Volviendo al presente, de vez en cuando apetece merendar una cosa de toda la vida, sencillita y tradicional. Algo que nos ayude a conservar la cordura en un mundo en perpetuo cambio y habitado por albañiles armados con guarritos y una radio con la Cope a todo volumen.
Ingredientes:
- 200 ml. de aceite de oliva o 180 gramos mantequilla, más para engrasar el molde.
- 150/180 gramos de azúcar (yo moreno)
- 4 huevos.
- 200 gramos de harina de reposteria.
- Un sobre de levadura.
- 200 gramos de pasas de Corinto.
- Ron o té para rehidratar
Precalentar el horno a 180º. Poner las pasas en una taza que pueda ir al microondas y cubrirlas con ron, o té si lo preferís (en este caso recomiendo Earl Grey) y poner a potencia máxima tres minutos. Escurrir y reservar. Batir los huevos con el azúcar hasta que la mezcla blanquee. Añadir el aceite o mantequilla y segur batiendo. Añadir al final la harina y la levadura, cernidas a poder ser, para que la mezcla coja aire. Pasar las pasas por harina y escurrir (esto sirve para que no se vayan todas al fondo) y añadir a la masa. Engrasar y enharinar un molde alargado y verter la mezcla dentro. Poner al horno de 45 a 60 minutos, e ir pinchando hasta que la aguja salga limpia. Sacar, dejar templar y desmoldar. Cuando esté frío, tomar una rebanada a intervalos regulares con una buena taza de té o café. Antes a esto se le llamaba darse un descanso. Ahora se llama mindfulness. Pues vale...

Feliz semana, amigos. Que nada nos perturbe...

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