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miércoles, 26 de febrero de 2014

PAN DULCE DE AVENA Y AVELLANAS. O cómo sobrellevar la (mal) llamada Semana Blanca.

Semana Blanca, ¡Ja!
Todavía recuerdo todos esos años en que se me planteaba el mismo dilema, que tantas y tantas (mayoritariamente) madres trabajadoras hemos tenido: ¿qué hacemos con los niños? La pregunta del millón. Todavía recuerdo ese viernes "antes de", cuando, en la desbandada general de la salida del cole, me encontraba a alguna de las señoritas de mis niños, que me decía con una amplia (y, en su caso, justificada) sonrisa de oreja a oreja:
- ¡Hasta la vuelta, y que disfrutéis todos mucho de la Semana Blanca!
 ¿Disfrutar? Yo esbozaba otra sonrisa, -ésta absolutamente forzada-, obviando el evidente recochineo del comentario, apretaba los dientes y decía para mí: Blanca y radiante lo será para ti, hermosa. Para mí es más negra que el pecado. Y porque soy autónoma, con todas las ventajas e inconvenientes que conlleva: han sido "años" de ir a trabajar esa semana con mis niños colgados de la chepa. Como las zarigüeyas. Todavía recuerdo esa vez que, mientras hablaba con un funcionario en un juzgado, mi hijo se soltó de mi mano y empezó a revolcarse por el suelo, justo a los pies del juez, que en ese momento salía de su despacho. Menos mal que el hombre era comprensivo y dijo algo como: "bueno, todos hemos pasado por eso"... mientras yo, con cara de circunstancias, pensaba: "pues lo dudo mucho, señoría". Porque, él, seguro que no. Quizás su señora, o la canguro, o la abuela. Que no sé qué hubiéramos hecho sin ellas. Más adelante ya tiré de campamentos y visitas culturales: cuando ya eran algo mayores les llevé a ver un montón de cosas interesantes de su ciudad, y eso que llevan conocido. Pero al principio, cuando eran pequeñitos, no había nada de nada. Su abuela no estaba ya para tirar de dos críos incontrolables durante una jornada laboral. Y conducir a dos enanos por la calle es igual que llevar en cada mano un carro del supermercado, de ésos con las ruedas torcidas, que cada uno se te va para un lado. Anda que no he ido veces yo a los juzgados con un niño en la mochila portabebés y el otro de la mano. ¿Y por qué? Ahhhh, porque la guardería también hacia Semana Blanca. No iban a ser menos. Las autónomas lo tenemos especialmente mal: a los quince días de nacer mi primer hijo (cesárea), estaba yo haciendo cola en un Registro de la Propiedad, en ese estado crepuscular y semicomatoso característico de la falta de sueño. Era una gestión que tenía que hacer sí o sí, así que dejé al niño con mi madre, me tiré media hora en chapa y pintura para lograr el aspecto de una persona viviente y me eché a la calle. Al llegar, y a pesar de que estaba en uno de esos momentos en que no puedes juntar una neurona con la otra, sí que me percaté de que todo el mundo se apartaba de mí a cierta distancia. Hasta que no pasó un rato no me di cuenta de que olía mal. Asquerosamente mal, a decir verdad. Y el olor provenía de mí: llevaba en la solapa una condecoración de leche agria del tamaño de un plato de postre. Eau de Maternité: el perfume que te hará inolvidable. Como una pesadilla.
Ahora todo eso quedó atrás. En parte. Esta Semana Blanca mi hijo el pequeño está en Suiza, con unos familiares. Es una mezcla entre Karate Kid, Jesús Calleja y Terminator. Confío, no obstante, en que las autoridades helvéticas me lo devuelvan por el conducto habitual, sin necesidad de recurrir al humillante trámite de la expulsión, y que no dé lugar a un incidente diplomático que comprometa la amistad entre nuestros países. Al mayor lo tengo aquí. Normalmente conectado a alguna de las máquinas que le mantienen con vida: el móvil, el ordenador o la Play. Varias veces al día tengo que devolverle a la vida analógica, para que estudie y realice las funciones metabólicas indispensables. Es una lucha de titanes: me deja agotada. De modo que me retiro a la cocina, donde elaboraré un pan dulce: mi cerebro necesita glucosa para resistir. Y hago este híbrido, tan rico. Digo híbrido porque es una mezcla de dos o tres recetas. La avena, según me dicen, es también buena para los nervios. Y bien sabe Dios que voy a necesitar esta semana nervios de acero.

Estoy fantástico con mantequilla, quito el hambre y doy energías. ¡Aníiiimate!
La receta para una trenza es la siguiente:
- 500 gramos de harina de fuerza.
- Una cucharadita de levadura de panadero.
- 200 gramos de copos de avena.
- 100 gramos de avellanas picadas.
- 100 gramos de azúcar.
- 2 huevos
- Una cucharadita de sal.
- Dos cucharadas soperas de leche condensada.
- 70 gramos de mantequilla.
- 250 gramos de leche tibia.
- Huevo batido y azúcar, para terminar.
Amasamos la harina con la levadura, el azúcar, la leche, los huevos batidos, la leche condensada, la mantequilla y la sal. La sal nunca debe estar en contacto directo con la levadura. Se amasa todo diez minutos a mano o cinco en la Thermomix, velocidad espiga. Dejamos la masa varias horas, o mejor, toda la noche, en la nevera. Al sacarla, la dejamos fuera como una media hora para que se atempere, e incorporamos a la masa la avena, menos un puñado que reservaremos para ponérsela por encima, y las avellanas. Dividimos la masa en tres partes, hacemos un cordón con cada una y los trenzamos, doblando el remate hacia abajo. Dejamos que la masa suba durante una hora u hora y media. Precalentamos el horno a 200º, pintamos la trenza con el huevo batido, espolvoreamos con algo de azúcar y esparcimos por encima algunos copos de avena. Se hornea unos veinte minutos. Hay que vigilar, porque al llevar azúcar por encima se quema con facilidad. Cuando lo veamos dorado, ya está hecha. Con esto y un buen café, podemos empezar a lidiar con lo que se nos ponga por delante. Incluso niños en su estado natural.


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