Qué bien me ha quedado...... Y cuento. Era un fin de semana de agosto de hace ya tiempo, mis niños podían tener cuatro y siete años, o tres y seis, por ahí. En todo caso, estábamos aún en la época físicamente agotadora del proceso de criar hijos. (Porque la fase de colapso mental y nervioso viene después, en la adolescencia: como progenitor no puedes pasarlo todo al mismo tiempo, ya que no sobrevivirías en servicio activo, e indemne, hasta la emancipación de tus criaturas, a partir de los cuarenta o así. La naturaleza es sabia) En fin, mi cuñada Elena se ofreció, bendita ella, a quedarse con los niños en la casa del pueblo de mis suegros, para que mi marido y yo pudiésemos hacer una escapadilla. Nos fuimos a Chiclana. Un agosto. Había gente hasta saliendo de las alcantarillas. Nos daba igual: estábamos en libertad condicional. Como si nos sueltan en medio de Torrejón de Ardoz. A la playa bajamos sólo de paseo: en esa época la teníamos asociada a cogerte una tortícolis de mirar para todas partes, y todo el tiempo, para que nuestros niños no 1) se ahogaran 2) ahogaran al inocente niño de la sombrilla de al lado 3) enterrasen en arena al bañista más desagradable y antiinfancia en varios kilómetros a la redonda 4) se escaparan a la carretera y se dejasen atropellar como pollos.
Total, que la playa era un estrés. Así que pasamos el fin de semana por ese Cádiz, paseando ¡sosegadamente!, charlando ¡sin ser interrumpidos!, comiendo en sitios agradables, sin tener que partirle a nadie la comida en trocitos... En fin , todas esas cosas que hacen grata la vida de los adultos. Un lujo entonces casi inconcebible. El sábado, sobre las nueve de la noche, bajamos a la playa de la Barrosa. Nos sentamos en un chiringuito lleno hasta la bandera, donde sin embargo nos sirvieron en un tiempo razonable, y hasta con buenos modos. Había una puesta de sol en el mar, por el islote de Sancti Petri, para aplaudirla. Allí estábamos mi Pedro y yo, cada uno con una cerveza helada, de esas que empañan el vaso. En la mesa de al lado había una pareja poco más o menos de nuestra edad. Llevaban dos niños. Más o menos como los nuestros. Uno de ellos se había tirado debajo de la mesa, chillando como un cantante de heavy metal poseído por el demonio al que en ese instante hubiesen salpicado de agua bendita. El otro, más pequeño, estaba mordisqueando pensativamente uno de sus zapatos, de cuya suela vi cómo se comía un buen trozo, y que luego lanzó a su hermano en todo el ojo, con la posterior escalada bélica que era de esperar (¡¡¡¡¡¡¡AAARGHHHHHHH!!!!!! ¡¡¡¡¡¡¡MAMA!!!!!!!) Los padres lucían ojerosos, derrotados, después de un día que adiviné muy, muy largo. Intentaban, por supuesto en vano, que los críos se sentaran para comer, pero había llegado esa hora maldita en que están agotados, odian al mundo entero en su conjunto, y lo expresan berreando hasta que se les agota la batería y caen en estado comatoso, para que los padres puedan recuperarse, sólo lo indispensable, hasta el amanecer. Con un poco de suerte.
Pedro y yo nos miramos por encima de nuestras cervezas. Casi no necesitábamos hablar: sólo nos dijimos, en un sentido rapto de solidaridad paternofilial:Total, que la playa era un estrés. Así que pasamos el fin de semana por ese Cádiz, paseando ¡sosegadamente!, charlando ¡sin ser interrumpidos!, comiendo en sitios agradables, sin tener que partirle a nadie la comida en trocitos... En fin , todas esas cosas que hacen grata la vida de los adultos. Un lujo entonces casi inconcebible. El sábado, sobre las nueve de la noche, bajamos a la playa de la Barrosa. Nos sentamos en un chiringuito lleno hasta la bandera, donde sin embargo nos sirvieron en un tiempo razonable, y hasta con buenos modos. Había una puesta de sol en el mar, por el islote de Sancti Petri, para aplaudirla. Allí estábamos mi Pedro y yo, cada uno con una cerveza helada, de esas que empañan el vaso. En la mesa de al lado había una pareja poco más o menos de nuestra edad. Llevaban dos niños. Más o menos como los nuestros. Uno de ellos se había tirado debajo de la mesa, chillando como un cantante de heavy metal poseído por el demonio al que en ese instante hubiesen salpicado de agua bendita. El otro, más pequeño, estaba mordisqueando pensativamente uno de sus zapatos, de cuya suela vi cómo se comía un buen trozo, y que luego lanzó a su hermano en todo el ojo, con la posterior escalada bélica que era de esperar (¡¡¡¡¡¡¡AAARGHHHHHHH!!!!!! ¡¡¡¡¡¡¡MAMA!!!!!!!) Los padres lucían ojerosos, derrotados, después de un día que adiviné muy, muy largo. Intentaban, por supuesto en vano, que los críos se sentaran para comer, pero había llegado esa hora maldita en que están agotados, odian al mundo entero en su conjunto, y lo expresan berreando hasta que se les agota la batería y caen en estado comatoso, para que los padres puedan recuperarse, sólo lo indispensable, hasta el amanecer. Con un poco de suerte.
- Hay niños gritando... y no son los "nuestros".
- No. Son ¡¡¡"suyos"!!!
Ese fue, sin duda,un momento de felicidad -si bien algo perversa- en vaso largo. Era un problema que "yo" no tenía que solucionar. Estaba saliente de guardia. Y la felicidad fue completa cuando nos trajeron un atún guisado exquisito...... El resto del mundo quedó borrado.
Esta receta está inspirada en unas conservas maravillosas que compré en Zahara de los Atunes, de atún con piñones. Se puede tomar como guiso, pero frío está de escándalo, y tengo que compartir este hallazgo con la humanidad:
Necesitamos:
- De medio kilo a 750 gramos de atún fresco, sin las partes negruzcas.
- Dos o tres cebollas.
-Un buen puñado de piñones (unos 50 gramos)
- Aceite. De oliva y bueno.
-Una copa de buen vino blanco, sin miserias. Es decir, un vino que sí os beberíais, y en copa grande. Cuanto mejor el vino, mejor quedará la salsa.
- Sal
- Cinco o seis granos de pimienta.
- Dos clavos de olor
-Una hoja de laurel
Partimos el atún en tacos y lo ponemos a desangrar en un bol con agua varias veces, hasta que salga clara.
Escurrimos y secamos el atún, y lo ponemos a dorar en una cacerola con un fondo de aceite. Añadimos las cebollas picadas, los piñones y todo lo demás, poniendo agua que lo cubra todo. Ahora se trata de ponerlo todo a cocer, primero a fuego fuerte y luego, cuando ya ha arrancado el hervor, más bajo, una media hora, o hasta que se quede el guiso en el aceite casi, con la salsa muy reducida. Queda parecido a un escabeche, y se consume mínimo de un día para otro. Si se va a tomar como conserva, se guarda cubierto de aceite, y siempre en la nevera.
Probadlo y os garantizo un rato la mar de feliz. Que no es poca cosa... Carpe diem.
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