Aquí me tenéis, reservando fuerzas porque, como ya se nos avecina la procelosa Navidad, con el desmadre culinario consiguiente, hay que dosificarse para sobrevivir, aunque todavía nos queden dos semanas para la apoteosis y traca. Además, acabo de volver del puente y todavía estoy acusando los efectos. He estado en Sevilla, esa ciudad espléndida llena de mágicas calles a recorrer y sobrenaturales tascas a visitar. Cuando uno visita un lugar así, le faltan horas al día para medio ver lo más digno de atención. Después de una jornada de recorrer lo que me pareció el mundo entero, volvimos al hotel, tan encantados como derrotados. Debajo del hotel había otra tasca, la mar de coqueta, con sus anaqueles de vinos. Con sus barriles. Con sus grupos de parroquianos.
Con su tuno.
Vestido él de lo suyo, con su capita, su canesú y su bandurria.
Se lo dije a mi marido.
-Mujer, pues estará con los amigos, tomándose una copa el hombre.
Yo sabía que no es así. Donde hay un tuno siempre hay más. Como cuando ves una cucaracha en el trastero y sabes que hay que fumigar inmediatamente. Y mis peores temores se cumplieron. Estábamos en la primera planta del hotel. Yo había traído, previsoramente, unos tapones para los oídos, pensando con injustificado optimismo que serían suficientes para el ruido de la calle. Ruido que empezó a subir de tono bastante: nos estaban esperando. Yo no hacía más que ajustarme los tapones, sin éxito alguno. Pero el verdadero fin del mundo llegó cuando un coro infernal empezó a aullar con fervor los "clavelitos, clavelitos". Me asomé. Había lo menos treinta tunos cantando con todas sus fuerzas. Estaba viviendo la noche de Sevilla en vivo y en directo, como si me hubieran sacado la cama al medio de la calle. Mi marido, con los ojos vidriosos, estaba intentando ver en la tele "Harry Potter y las reliquias de la muerte". Poco a poco, mi cerebro agotado comenzó a desvariar. Empecé a plantearme si me decidiría por tirar a la calle el silloncito que había delante de la mesa de la habitación o si hacer lo propio con el colchón, después de prenderle fuego. Pero deseché la idea porque ninguno de nosotros fuma y no tenía ni una miserable caja de cerillas, y porque, misericordiosamente, mi habitación tenía delante una marquesina bastante ancha que impediría que el proyectil alcanzase la calle. Supongo que la dirección del hotel, prudentemente, previó este detalle para evitar más de un homicidio. También recordé que la eximente de responsabilidad penal que tradicionalmente se ha venido llamando enajenación mental transitoria es extremadamente difícil de probar. Y, puestos a no dormir, prefería no dormir en la habitación del hotel, a no hacerlo en los calabozos de la Comisaría. Y, en plan de hacer turismo, era mejor que dedicase la mañana siguiente a pasear y tomarme unas cervecitas por Triana y no a prestar declaración ante el juez de guardia. Descartado el asesinato, mi siguiente delirio consistió en empeñarme en meterme a dormir en el baño, pero mi marido, que a pesar de todo conservaba la cordura, me hizo ver pacientemente, como quien le habla a un niño un poco tonto, que nunca conseguiría meter en el cuarto de baño un colchón de matrimonio que tenía el doble de superficie. Así que me metí en la cama, y como no hay mal que dure eternamente, los tunos terminaron por llevarse los puñeteros clavelitos a otra parte (el repertorio no era demasiado variado) En este momento reinaba una paz muy relativa, porque había enfrente un parking de motos, con el correspondiente petardeo cada vez que alguien se iba. Así fuimos hilando trocitos de sueño y duermevela, interrumpidos a las cuatro, seis y siete de la mañana por alguien que llevaba encima una moña de las gritonas, y al que deseé cristianamente una posterior resaca que le hiciese reventar como un triquitraque. Recordé esas historias pavorosas de las torturas que infligían los japoneses a los prisioneros americanos en la Segunda Guerra Mundial, poniéndoles a toda pastilla una gramola en los oídos tan pronto como se dormían. A las siete y cuarto me di por vencida, me levanté, camuflé bajo una espesa capa de base de maquillaje la zona catastrófica que era mi cara (a mi edad las malas noches no se pueden disimular), y salí a que me metiesen un par de litros de café por vía intravenosa, tras lo cual alcancé de nuevo la condición de ser humano. Mis acompañantes no corrieron mejor suerte, pues al parecer también había otros clientes del hotel galopando enloquecidos por los pasillos, desconociendo a la fecha el motivo de ello. Como quiera que fuese, nos echamos a la calle y aprovechamos debidamente el resto del día, y cuando llegué a mi casa, con el maravilloso silencio del que habitualmente tengo la suerte de disfrutar, me tiré en plancha a mi cama de mi corazón, y decir que me quedé dormida es una expresión muy modesta, pues me caí muerta en el acto. Fin de la obra.
Aún me duran las agujetas físicas de todo lo que caminé, y las mentales de todo lo que vi, y he vuelto con ganas de cocinar cosas facilonas que no me compliquen la vida Y un ejemplo es esta pizza, que yo suelo hacer muchos sábados, que contiene una combinación de ingredientes que no falla.
Ingredientes:
Para la masa:
- 400 gramos harina de fuerza
-Una cucharada muy rasa de levadura seca de panadero, o la tercera parte de un cubito de la fresca.
- 200 ml. de agua
- 50 ml. de aceite de oliva.
- Una cucharadita de sal.
En defecto de todo esto, te compras la masa ya preparada y todavía abrevias más.
- Dos o tres tomates maduros pero firmes.
- Dos o tres latas de anchoas, de la mejor calidad posible y sobre todo sin bigotes.
- Queso al gusto.
- Orégano.
- Aceitunas negras o verdes.
- Alcaparras.
Se prepara la masa, poniendo en el vaso de la Thermomix el agua, el aceite y la sal, 37º, 1 minuto, vel. 2. Se añade la mitad de la harina y la levadura y se mezcla unos segundos. Se pone el resto de la harina, se mezcla hasta integrar y programamos 3 minutos, vel. espiga. Aquí no pongo nada de calor porque la máquina ya calienta algo la masa de por sí. Reservamos. Se puede dejar reposar una hora o así, pero tampoco es imprescindible. A mano, amasaremos todos los ingredientes unos diez minutos en un cuenco grande, poniendo en primer lugar el agua y el aceite y cuidando de que la levadura y la sal no entren nunca en contacto directo.
Precalentamos el horno a 250º, extendemos la masa con el rodillo en la encimera enharinada, dejándola bastante fina, que nos ocupe toda la bandeja del horno, o simplemente extendemos la masa preparada, lo ponemos todo sobre la bandeja con el papel de cocina y cortamos los tomates en rodajas finas cubriendo la masa. A continuación ponemos las anchoas, el queso troceado, las aceitunas y alcaparras, y finalizamos con el orégano y un chorrito de aceite de oliva sobre el conjunto. Si tenemos albahaca fresca, también le va muy bien. Yo siempre segrego un trozo en crudo, sin queso, para no contaminar el trozo de mi marido. (¡Abominación!) Metemos el conjunto al horno unos 25-30 minutos, bajando la temperatura a 220º, y lo sacamos cuando la masa se haya dorado un poco y el queso esté fundido.
Hay que tener en cuenta que las anchoas al horno se secan y quedan muy saladas, si se quiere evitar esto, antes de ponerlas sobre la pizza se meten en leche una hora o así.![]() |
Aquí se puede apreciar la parte este y oeste de la pizza. |
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