Lo de las comidas cuarteleras no es precisamente por la mala calidad de la cocina de mi suegra, que siempre ha guisado de maravilla, sino por el volumen de las cazuelas. Recuerdo que cuando yo empecé a ir por la casa de mi entonces novio, me sorprendía enormemente cómo podía aquella mujer rebullirse en aquella cocina tan diminuta y sacar comida tres veces al día para todo aquel equipo de fútbol que tenía viviendo en casa. Tenían dos pisos unidos y de tanto en tanto se abría una puerta y aparecía alguien más, a quien no necesariamente conocía. Y yo saludaba muy modosita (juro que entonces lo era). Había por allí niños haciendo los deberes, cuñadas, amigos y allegados, y en medio de todo ello, el fichaje entonces más reciente: yo. Y mi novio me decía muy tranquilo:
- Bueno, pues esto no es nada. Si hubieras visto la casa en años punta.......
Se refería a cuando todos vivían juntos de verdad, en "rebuína" antes de que hubiese hermanos estudiando fuera o casados, con el añadido de algunas primas que estudiaban en Málaga, y no sé si me dejo a alguien....
Yo, la verdad, no podía concebir un aforo mayor, aquel piso era como el camarote de los hermanos Marx. Las comidas se servían por el expeditivo método de orden de llegada. El primero elegía, y el último rebañaba. Pero nunca vi que nadie se quedase sin comer. En medio de aquella debacle, estaba mi suegro, al que, previsoramente, mi suegra servía antes que a los demás, porque, si no, aquella tribu de caribes le dejaban a dos velas.. (Es broma, cuñados). La primera vez que me lanzaron en medio del ruedo, fue un día de Navidad, al mediodía. En un pleno. Aquello estaba igual que la salida del cine. Creo que posiblemente algunos ni se dieran cuenta de mi presencia. Donde comen cincuenta, comen cincuenta y uno. Llegué a creer que para ir al baño me tendría que deslizar por debajo de la mesa. Y hacer cola como cuando iba a la Piper´s.
Y es que, antes, subir a la casa de tu novio era una cosa seria, como examinarte del segundo ejercicio en unas oposiciones. Normalmente a la gente de mi generación eso nos daba un poco de yuyu, y procurábamos subir lo imprescindible o nada. No éramos nada suegreros. No como ahora, que como te descuides a los dos días se te mete de okupa el novio o novia de turno, se tira en tu sofá con los zapatos quitados y te pide que le hagas un campero para cenar, mientras se hurga la nariz. Todo de buen rollito, claro. A alguna gente le gusta eso. A mí no. Yo puedo ir corriendo a varazos en el lomo a la zángana que venga en ese plan a mi casa, de aquí a Barbate, que hay muy buen atún. Aviso a las incautas. Lo que es mi padre, concedió a mi novio la categoría de persona humana cuando llevábamos ya casi dos años saliendo. Hasta entonces, yo le tenía que meter en el salón, que era el lugar de las visitas, frío y desangelado (supongo que con el sano propósito de que se fuesen pronto), y el día que había suerte su saludo era correspondido con un gruñido. Porque mi padre le soplaba a mi novio, como hacen los gatos viejos cuando un macho más joven se mete en su territorio. El pobre mío entraba de extranjis y pegándose a la pared, pero siguió viniendo. Eso es amor. ¿O no?
Y para eso, la primera vez que fui a la casa del pueblo de mis suegros. Yo entonces era bastante miope, pero me ponía las gafas lo menos posible. Para hacer conversación, pregunté qué santo era uno que había en una peana. Me dijeron que un san Antonio.- Ahhh... ¿y el que hay al otro lado?
Y contestó mi novio muy serio:
-Ese es san Quinqué.
Un quinqué muy hermoso, con su globo de cristal tallado y su mecha. Pero a mí, que veía menos que Pepe Leches, me parecía otro santo, así, algo gordito. Mi suegra se partía, y yo pasé una vergüenza espantosa. Entonces todavía me quedaba de eso. Para acabarlo de arreglar, cuando me enseñaron la huerta me caí rodando por un terraplén, con mi abrigo rosa. Me cubrí de gloria, y de matojos secos, en los que quedé bastante rebozadita. Estas niñas de ciudad..... A pesar de tan glorioso comienzo, finalmente ingresé en la familia como socia de pleno derecho (o miembro de número del Club de Damnificados por los Carmona, según mi cuñado y socio fundador) y me beneficié del archivo de recetas familiar, de entre la que saco ésta, que nos encanta y que hago con bastante frecuencia.
- Un trozo de cinta de lomo de entre kilo y kilo y medio.
- Media cabeza de ajos.
- Dos cebollas.
- Dos hojas de laurel.
- Un puñadito de granos enteros de pimienta.
- Dos clavos de especia.
- Cuatro o cinco hebras de azafrán.
- Vino blanco. (un vaso)
- Sal.
- Aceite.
Primero ponemos la carne en una cazuela donde quepa entera con un fondo de aceite, y la doramos por todas partes.
Pelamos los ajos, cortados en dos a lo largo, y los añadimos, con las cebollas picadas. Ponemos el laurel, el azafrán, la pimienta, los clavos, el vino y un puñadito de sal, y cubrimos con agua. Ponemos a hervir una hora o así, dejando que la salsa se reduzca bastante.
Servimos cortado en rodajas, con la salsa por encima. Y aunque esto va en gustos, diré que nosotros tomamos, tanto la carne como la salsa, fría. La salsa queda como la cebolla confitada. Está exquisita.
Y cuidado con los novios o novias.... Que luego te cogen confianza, te piden una pensión alimenticia y encima te da pena cuando se pelean. Guardemos las formas.
Feliz semana y a disfrutar el puente.
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