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miércoles, 8 de abril de 2015

ENSAIMADAS

Como toda madre sufridora de la furibunda adolescencia de sus hijos, tengo una gran tendencia a recordar el pasado, creyendo que fue mejor (aunque es mentira).  De cuando esta casa parecía un hogar, antes de llegar a la fase Pensión La Avellana, servicio completo, todo comfort.  Exagero, claro. Pero no tanto, no creáis, y los que estáis como yo lo entenderéis muy bien. Cuando me da por recordar, y por ponerme penosa, suelo hacer en el horno algo suave, blandito y esponjoso que me devuelva a la infancia de mis hijos y a la mía propia. Y no es que mi madre fuera de esas madres que horneaban pasteles. Mi madre era una madre moderna, urbanita, de las que estrenaron las cocinas Fagor que liberaban a la mujer de la esclavitud de la cocina. O así te lo prometían en los anuncios de los ingenuos cincuenta....  sí, ésos en los que el ama de casa aparecía con un coqueto delantal de volantes y unos cómodos y apropiadísimos taconazos de aguja para baldear el suelo con la fregona. Mami no era de las madres que horneaban nada. Cuando yo aprendí a hacer pan y bollería, siempre celebraba mis creaciones, pero me miraba con bastante extrañeza, como si en su nido hubiera empollado, junto a los suyos, un huevo de lagartija. ("¿Hacer pan? ¿Hacer bollos? Qué antiguo, con lo buenos que están los de la panadería....") Lo veía en sus ojos: en un raro ataque de prudencia, no lo verbalizaba.
Pero lo cierto es que hacer las ensaimadas me devuelve a los tiempos de  esas macromeriendas que tenían lugar con las visitas de familiares. Porque mi madre compraba pasteles, y la visita también los traía. A veces, tibios todavía del obrador, oliendo tan bien como un recién nacido. Y yo no sabía qué era lo mejor, si los pasteles o los sabrosos cotilleos familiares. Porque yo salía a saludar como una niña bien educada, dejaba que me besuquearan y luego cogía mi bollo o mi pastel gigante y me iba. Pero no muy lejos, claro. Me iba a pegar la oreja. Vaya que no. Y  como he tenido la suerte de vivir en una familia donde se contaban los chismes con mucha gracia, no veas los ratos tan buenos que pasaba. 
Cuando la visita se iba, mamá, que nunca probaba ni un poquito de dulce, como quedara una maceta de merengue, ahí caía: eran su debilidad
- Merengue, ohhhhhh, éste sí que no lo perdono. Bueno, esto es clara de huevo, así que... ("Pa dentro", completaba yo mentalmente). Sí, clara de huevo, mami. Y algo de azúcar, también. ¿Y qué me dices de la tartaleta de base y la crema de limón que tiene por dentro? Pero yo no decía nada: hacía tiempo que había aprendido que, generalmente, era mucho más cómodo no decir a mis padres lo que no quisieran oir. ¿Y quién era yo para arruinarle el gusto?
Mamá solía comprar tartas de manzana a mi padre, que le encantaban. De esas del tamaño de una plaza de toros de provincias. Se la ponía con el café, y él se la comía entre sus famosos suspiros, haciendo un inconmesurable sacrificio. Pero dejar, no dejaba ni el palillo. Y esto daba lugar a una de las famosas arengas de mi implacable madre, que, con los brazos en jarras, como si le fuera a cantar una jota, le decía:
- Ay, Joaquinito. Ya que te vas a comer el papelón entero, por lo menos disfrútalo, hombre, no pongas esa cara colgando.... Que tienes pena hasta para tomar café....
Y papi se levantaba con un último suspiro, se limpiaba las (abundantes) migas, y se arreglaba para abrir la tienda por las tardes, como si se fuera con la División Azul a una muerte segura. Situación que se repetía casi a diario.
Como veis, mi infancia generó una relación absolutamente neurótico-judeocristiana con la comida. Así que ahora, en el colmo de la degeneración, yo horneo y otros comen. Lo que se llama alimentarse por persona interpuesta......

Os doy la receta, salen buenísimas.
Masa de inicio:
- 50 gramos de agua
- 1 cucharadita de levadura de panadero seca o 15 gramos de la fresca (una tercera parte de la pastilla aproximadamente)
- 100 gramos de harina de fuerza.
Hacer una bola con estos ingredientes, si queda demasiado densa añadir un poquito de agua. Debe quedar como la plastilina. Amasar y dejar reposar una hora.
 Total de ingredientes:
- La masa de inicio.
- 100 gramos de agua
- 50 gramos de manteca de cerdo derretida.
- 75 gramos de azúcar
- 2 huevos.
- 1 cucharadita de sal
- 450 gramos de harina de fuerza
- 2 cucharadas de aceite de oliva
- 100 gramos de manteca de cerdo adicional derretida.
- Azúcar glas.
 Amasar todo en la Thermomix 4 minutos a velocidad espiga, o a mano diez minutos. Hacer diez bolas de igual peso. Aplanar cada una con el rodillo, en forma de óvalo y pintarlas con la manteca derretida. Enrollar formando un cordón y volver a enrollar haciendo una espiral, metiendo el remate por debajo. Pintar por encima con el resto de la manteca. Ponerlas en una bandeja de horno forrada de papel y meter en la nevera toda la noche. Sacar al día siguiente, dejar a temperatura ambiente una hora y precalentar el horno a 200º. Meter las ensaimadas en el horno y cocer 12-15 minutos, hasta que estén doradas. Sacar a enfriar a una rejilla y, aún en caliente, espolvorear por encima con el azúcar glas ayudándonos de un colador.

Posología: tomar una unidad cada 8 horas, hasta acabar el envase. Efectos garantizados contra la melancolía.
En fin. Que me vuelvo al presente, que si no, como mucho. A más ver...

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