Desde hace años, todas las Semanas Santas de mi vida están teñidas de culpa. La semana de vísperas siempre pienso que, como hay poco trabajo y no me gusta ver procesiones, tendré tiempo para hacer esas reparaciones, entre pequeñas y enormes, que de vez en cuando hay que acometer en todo hogar. Y en el mío os aseguro que hay un amplio abanico donde elegir. Pero amplio. Estos ataques de buenas intenciones me suelen sobrevenir en primavera, generalmente poco después de alguna visita al Ikea. Me enloquece el Ikea. Nunca me iría de allí. Si me dejaran, me quedaría a echar unos días en esa monada de prototipo de apartamento de pocos metros donde el espacio está tan increíblemente bien aprovechado, donde todo está tan limpito y tan bien puesto y uno puede ser feliz como una perdiz para siempre jamás. He pensado en proponérselo alguna vez al gerente. Una casa con habitante incluido, como en la granja de Pim y Pom. Mi marido me teme cuando vamos allí: siempre salgo con algún imprescindible cachivache absolutamente superfluo para alimentar mis ya empachados armarios, y con un montón de artículos de la tienda sueca de alimentación, generalmente salmón y otras cosas cuyos nombres tienen muchas diéresis y letras "o" tachadas, y que contienen un doscientos por cien de grasas saturadas (esos bollitos de canela, mmmm). También salgo imbuida de un furibundo (y efímero) celo por tener la república independiente de mi casa ordenada de una vez por todas y llenarla de armarios racionales, con lo fácil que es con todos esos adminículos clasificatorios para poner en los cajones. Además, después de poner mi casa perfecta y escamondada, arreglaré mi patio y lo llenaré todo de flores, obviando por un tiempo la evidencia de que la jardinería nunca fue lo mío: no tengo nada de eso que en Inglaterra llaman "mano verde". Mi casa, o yo misma, debemos de tener una energía negativa que pa qué. Mis plantas tienen la fastidiosa costumbre de empezar a chuchurrirse tan pronto las distribuyo, y cuando consulto en la tienda de jardinería me dan al respecto unas indicaciones de lo más esclarecedoras: la planta tiene poca agua o demasiada agua. Tiene poca luz o demasiada. O simplemente es que el sitio no le gusta. Hay que ver si el bicho que le sale es rojo o blanco, y si hace telarañas o bultitos en el envés de las hojas. En cualquier caso, puedo darla por muerta. Y luego dicen que la jardinería relaja. A mí me pone de los nervios. En cuanto a mi señor marido, tiene su propia debilidad ikeística: las estanterías para los libros. Es que le prevarican. Con lo cual ambos somos felices, alimentando nuestras sendas fantasías domésticas. Después todo se viene abajo y surge la cruda realidad: por poner algunos ejemplos que se puedan contar, hace tres o cuatro semanas que tengo unos visillos para colgar en mi dormitorio, a los que hay que pegarle el dobladillo. Y en el descansillo tengo unas cajas de CD que hace, aproximadamente el mismo tiempo, dije que teníamos que bajar. Las rejas piden a gritos una manita de pintura desde hace la intemerata. Puedo empezar por donde quiera, que tarea hay para varias cuadrillas. Es urgente acometerla de una vez..... y entonces te asomas al porche y ves ese día tan brillante y bonito. Los pajaritos cantan. Las nubes se levantan, y se van para La Coruña. Sientes toda esa vida que hay afuera y te dices a ti misma:
- Pues que le den a los visillos, a las rejas y a los CD. Yo me voy a darme una vuelta....Y lo hago, y lo disfruto. Pero, ay, la culpa me corroe por dentro...
Así que intento rehabilitarme ante mis propios ojos cocinando al menos algo en condiciones, y con pescado, que es tan sanísimo. Mismamente que así:
- Cuatro lomos de merluza
- Una cabeza de ajos.
- Un puñado grande de perejil.
- Un vaso de vino blanco.
- El zumo de cuatro limones.
- Aceite.
- Sal.
- Una guindilla o dos (opcional)
- Cinco o seis patatas.
- Una cebolla grande.
Trituramos en la Thermomix o en la batidora medio vaso de aceite, medio vasito de vino blanco, sal al gusto, los ajos pelados y el perejil. Nos saldrá una salsa cremosa, pero líquda. Ponemos al fuego una cazuela con los lomos de merluza y vertemos esta salsa por encima, con un vaso de agua. Ponemos a fuego medio unos quince minutos desde que hierva. Si pasado este tiempo vemos que la salsa aún está muy líquida, sacaremos el pescado con cuidado de que no se rompa y dejaremos reducir la salsa un poco más, hasta que veamos que espesa. Siempre a fuego medio.
Reservamos.Precalentamos el horno a 200º. Freímos las patatas en rodajas y la cebolla a fuego suave, que queden como a lo pobre. Las sacamos, las ponemos en una fuente de horno y le rociamos por encima el otro medio vasito de vino y las sazonamos. Que no pasa nada si le has puesto todo el vino al pescado, o si te lo has bebido: le pones más y ya está. Metemos la fuente al horno unos 15-20 minutos, y sacamos cuando veamos que las patatas se están dorando por encima.
Se sirve todo junto, con un buen pan. Porque salen unos barquitos irresistibles....
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Y las culpas, pa el confesionario.... |
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