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miércoles, 25 de noviembre de 2015

TARTIFLETTE. Plato sin circunstancias atenuantes de ningún tipo

Para los primeros fríos,  platazo contundente, tipo granada de mortero. Aquí os quiero ver: éste es un plato para valientes, con reminiscencias de los comistrajos que todo nos hemos hecho alguna vez cuando hemos estado solos en casa. (No me mires así, que lo sé). Lleva, entre otros ricos e indigestos ingredientes,  un buen viaje de patatas. Todos tenemos las patatas fritas, especialmente si eran con huevo, y servidas sobre un mantel de cuadros en un plato de Duralex, inscritas en la memoria de la infancia. Era el plato comodín cuando la creatividad gastronómica fallaba,  o el tiempo apremiaba, con la ventaja añadida de que nadie protestaba nunca. En casa, mi madre frió toneladas de patatas durante años, sin probar ni una, por encontrarse en perpetuo estado de régimen estaliniano alimenticio. A veces, la mala conciencia  nutricional hacía que junto a las patatas hubiese una tímida muestra de menestra de verdura de bolsa, o esos pequeños tumores vegetales llamados coles de Bruselas. Verduras cuyo sabor a congeladazo es absolutamente imposible de disimular.  Esa que te ponen junto a la carne a la brasa en muchos restaurantes, y que van dando vueltas de plato en plato, y de comensal en comensal, como la falsa moneda, hasta que se licúan, virtualmente. Idea en la que me afirmo después de haber visto algunos programas especialmente truculentos de "Pesadilla en la cocina". Pues, así y todo, yo incluso me las comía, porque en esos años era una trituradora humana. No había cosa entonces que no pudiera comer. Hasta los celofanes de los Phoskitos. Pero, respecto a las verdurejas, papi las apartaba siempre, por encontrarse con el reino vegetal en general en términos más bien fríos. Y ahí  teníamos a la responsable de cocina mosqueada perdida, indagando, e iniciando un diálogo de besugos de a tres tal que así:
-¿Qué le pasa a la verdura?
-Que es verdura. Y sabe raro.
-Nena, ¿la verdura sabe raro?
-Sabe como siempre. A verdura.
-Desde luego, hijo, qué rancio eres. Pues no comas verdura. Tú come patatas. Y luego que tu Pepita te saque para fuera el botón de los pantalones, porque se te ha puesto el culo "panaero". A mí, como comprenderás.....
Y papá, que era muy obediente, se comía las patatas, con mucho pan. Algunos os acordaréis, y los que no, os lo digo yo, de ese anuncio infecto de los años sesenta en que salía un montón de gente con cara de idiota cantando "yo sí, yo sí, yo sí como patatas...." Pues en casa lo seguíamos al pie de la letra. Nosotros a hacer la dieta de las papas, y mamá, a hacer la dieta del melocotón. Esa que duraba un día (por suerte), en el que tenías que tomar melocotón en almíbar, yogur desnatado, pollo y cantidades navegables de agua. El día de la dieta había que portarse muy bien. Si te podías mimetizar con el entorno, mucho mejor. La dieta del melocotón convertía a mi madre en una fiera corrupia con tacones. La circunstancia de estar haciendo esta dieta debería estar considerada como atenuante muy cualificada, si la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo hiciera su trabajo en condiciones. (¡Estas Señorías...!) Lo sé porque yo la hice varias veces, y tenía unas fantasías muy extrañas, rayanas en lo alucinatorio, sobre salir a la calle con el cuchillo del jamón y montar mi propio Viernes 13. En vista de lo cual, dejé de hacerla. Que no era plan.
Mi acendrado amor a las patatas me jugó alguna mala pasada. Podía tener yo unos diez años y una noche, se me ocurrió la luminosa idea de hacerme para cenar un bocadillo de patatas fritas con mayonesa. A mami no le pareció mal. En llenándote la tripa, estabas alimentado. Al día siguiente teníamos que ir a Fuengirola, no recuerdo si para ir a visitar a una prima o para qué. Entonces la travesía en el Portillo era un viaje en toda regla. Y allí estaba yo, con mi libro de Romeo y Julieta/Macbeth (ya sabéis que servidora era un poco raruna), leyendo tan a gusto. De pronto, empecé a sentirme incómoda. La cena de la noche anterior estaba organizando por su cuenta una escola de samba en mi tripa. Mis admirables jugos gástricos no estaban dando la talla en aquella ocasión. Y no sé el motivo, pero aseguro que, además, la combinación de patatas fritas y Shakespeare resultó ser letal. En esa época yo tenía un aparato digestivo digno de una cabra segureña y nada me hacía mella,  pero ese día me puse malísima.
-Mamá.
-¿Qué te pasa?
-Me estoy poniendo muuuuu mala.
- ¡No me digas que vas a vomitar! ¡Ni se te ocurra! Respira dentro de esta bolsa y aguanta.
.....Tarde.
Por suerte, casi todo el embarazoso asunto quedó circunscrito a la bolsa. Casi. Los pasajeros se dividían entre los que querían sacarme por la ventanilla a respirar, sujetándome por los pies, y los que directamente querían matarme y luego sacarme fuera de una patada en el culo. El conductor le decía a mi madre:
-Señora, dígale a la niña que pare yaaaa, que no sé lo que le daría usted anoche para cenar. ¡Niña! ¿Todavía no has acabado, reina?
-............
Aquello era igual que el chiste de los garbanzos de Paco Gandía.  Igualito. Y mi madre, tocada en su pundonor materno, decía sulfuradísima:
-¿¿¿Y qué quiere usted que yo le haga, si el angelito se ha puesto mala??? ¡No la voy a matar!
Como a todo le llega su fin,  el tema se cortó al cabo de un (buen) rato, y al bajar del autobús, mami me advirtió:
-Como te vuelvas a preparar esas porquerías para cenar, te tengo tres días a pan y agua.  ¡So Carpanta! Que eres tonta, niña......
Pues fijaros si yo era zampiburra que ni así aborrecí las patatas. Seguí comiendo muchas, hasta que el paso de los años y la sensatez nutricional las erradicaron de mi vida, salvo en contadas ocasiones. Pero en mi actual casa se consumen por espuertas. Aunque no hay peligro. Nunca he visto que mis hijos lean a don Guillermo....
La receta, como podéis observar, es una auténtica apoteosis de la patata y una orgía de grasas saturadas, y contiene la peor combinación alimentaria del mundo, que es la de la grasa con los hidratos de carbono. Debe tener unas tres mil calorías el bocado, y de más está decir que está exquisita y que no es para todos los días. Yo la dejo ahí, y bon appetit....
Ingredientes para cuatro comensales de capacidad engullitoria digna:
- Un kilo de patatas, mínimo.
- Una cebolla.
- 200 gramos de panceta ahumada.
- Un queso reblochon de Saboya. Puede no ser fácil de encontrar, pero para lograr un resultado algo similar puede usarse torta del Casar u otro queso de pasta blanda. A mí me surte con frecuencia mi cuñado Pedro, que vive en Francia y cuando viene se trae la maleta llena de exquisiteces. No sé qué haríamos sin la familia. Por algo se dice que es el pilar de la sociedad.
-Un vaso de vino blanco. Más una cantidad prudencial en concepto de acompañamiento.
-Sal, aceite y pimienta.
-Sal de frutas de sabor a elegir para después. Digamos que es recomendable.
Hay quien le pone nata, pero yo creo que de grasillas saturadas ya vamos bastante bien servidos. Esta salvajada se prepara del siguiente modo:
Pelamos y cortamos las patatas en lascas y la cebolla en láminas. Salamos y las hacemos a lo pobre en una sartén. Una receta que yo leí ponía que las patatas son cocidas. Pero verás, frente a unas patatas a lo pobre, las cocidas son una pavisosez bastante grande. Hacemos tiras la panceta y la salteamos en una sartén sin aceite, porque se harán en su propia pringue. Una vez hechas las patatas y la panceta, pasamos todo a una fuente de horno, que precalentamos a 200º, y espolvoreamos con pimienta molida.
Cogemos el reblochonazo, lo abrimos por la mitad y plantificamos ambas dos sobre el invento de las patatas, con el corte hacia abajo. Rociamos con el vino, y al horno, hasta que el queso se funda. Y a disfrutar. Si tienes suficiente mala conciencia, puedes cargarte una mochila con veinticinco kilos de peñones y a correr por el monte, que es muy sano. Personalmente prefiero moderar bastante la ración y acompañar el tema con ensalada verde: es como lo del policía bueno y malo.

                                      
Aquí, el cuerpo del delito.


Animo, que podéis. Os lo digo yo....... 



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