Hola de nuevo, queridos amigos. La Piltrafa Humana os saluda. He llevado una de esas semanas en que he salvado al mundo de nuevo, solucionando veinte mil puñetitas pequeñas y grandes. Con predominio de las pequeñas, que son las que fastidian más. Normalmente cuando nos pasa algo gordo de verdad sacamos recursos de donde sea y nos concentramos en lo importante. Pero lo que te va limando el ánimo y las energías son el rosario de nimiedades aparentes, una sobre otra, hasta que la última de ellas te hace estallar. Ya me he desahogado, y os he contado lo ocupadísima que estoy y lo estupendísima e importante que me siento. Genial. Tras esta semana tipo carrera de obstáculos, o juego de la oca, donde siempre te toca retroceder seis casillas, hoy tenía que asistir a unas jornadas de reciclaje de uno de los turnos de oficio a los que estoy adscrita. Empezaban a las nueve y media, pero antes tenía que presentar un escrito sí o sí. Cojo mi taxi, me presento en Justice City, y me encuentro con que en mi exceso de celo he llegado muy temprano y el registro de documentos todavía está cerrado. Se me ocurre dejarle el escrito a mi procurador en su casillero, aunque no es un tema suyo, y pedirle que me haga el favor de presentármelo él. Cosa que ha hecho: Francis, eres un sol. Vuelvo a la parada de taxis, donde me encuentro al mismo taxista que me ha traído, encantado ante la perspectiva de la carrera doble. Llego a mi colegio y me extraña no ver a nadie, pregunto en la entrada y me dicen con más que un poquito de recochineo:
-Mujer, pero si las jornadas son en la Diputación. ¿No te has leído el programa?
Pues no. Es decir, sí. Me he leído la mitad de arriba. El problema es que el insignificante dato del lugar del evento estaba en la mitad de abajo. Y yo he dado por sentado que se hacía donde se hacen siempre estas cosas, y retrocedo seis casillas más. Me voy a buscar otro taxi, porque la Diputación está ahora donde Jesucristo perdió el flequillo. Hoy he contribuído significativamente al sostenimiento del sector. Por fin llego, con la lengua fuera, quince minutos y veinticuatro euros más tarde. Entro y firmo, me encuentro a una compañera a la que hace mucho tiempo que no veo y nos sentamos juntas.
Comienzan las ponencias, precedidas cada una de ellas de la correspondiente sesión de Elogios Mutuos. A media mañana nos tocan el recreo y descubrimos que nos han preparado un desayuno y todo. Yo he desayunado en casa, a las seis y media, y tengo ya el estómago en los talones, pero hay compañeros que parecen no haber probado alimento desde el día que se proclamó la Segunda República. Madre mía. El espectáculo de las muchedumbres alrededor de las mesas me hace recordar los programas de Félix Rodríguez de la Fuente sobre la fauna ibérica. Esos en que salían muchos lobos alrededor de un rebeco muerto. Qué miedo. Espero no tener a ninguno de ellos de contrario en una vista: no dejarían de mi cliente y de mí ni los calcetines.
Mi compañera y yo vamos a comer y tomamos más café, porque la primera ponencia de la tarde empieza a las cuatro, y ésa es una hora peligrosísima. Porque como yo soy una niña aplicada, (además de una cegata de campeonato) me siento siempre en primera o segunda fila. Y a esa hora te entra un sueño que no puedes con él. Y se te ponen los ojos vidriosos, porque aún no tienes perfeccionado el arte de dormir con los ojos abiertos. Además, a estas alturas el auditorio está muchísimo más vacío, y hacer la siesta pues como que canta mucho. Tengo la espalda tan tiesa que me parezco a uno de esos difuntos victorianos a los que ponían de pie para hacerles la foto post mortem, sujetándolos por detrás con una percha de alambre; pero esta vez no hay peligro de que me duerma, porque he tomado cafeína como para subirme y bajarme tres veces las paredes del auditorio. Finalmente nos sueltan, y me voy directa al Mercadona, porque a continuación me toca hacer la compra. Me llevo congelados a tutiplén, viva la alegría, para descubrir, nada más llegar a casa, que el congelador del sótano, que ya tiene veintiún años, ha elegido precisamente esta tarde para cascarla. Los servicios de emergencia sólo han podido certificar la defunción, y el congelador de arriba está repletito. Gracias a Dios, mi hijo el pequeño, que es un campeón del Tetris, me va colocando las cosas en los huequecillos que va encontrando. Tengo la nevera y el congelador al borde del empacho, y siento unos deseos incontrolables de abrirme las venas con un tenedor.
Cuando tengo uno de esos días, recurro con frecuencia al truco de escaparme a un paraíso imaginario. Y a lo mejor cojo la tablet y me pongo a ver algún documental sobre las islas Canarias. Soy una friki de las Canarias. Las he visitado varias veces y nunca me canso. Me fascina su impresionante naturaleza y más aún la circunstancia de que en aquellas latitudes uno parece estar en una especie de paréntesis fuera del tiempo y el espacio. Cuando tengo unos de estos días de echar las muelas, fantaseo con la idea de meterle un hachazo al móvil y pegarle fuego al ordenador, coger un avión, y retirarme a un pueblo pequeñito de la Palma o la Gomera, a saltar los barrancos con pértiga y a ordeñar cabras. Los sueños, sueños son....
La receta de hoy viene motivada, precisamente, por otro día un tanto histérico en que estaba viendo por YouTube un capítulo de "Un país para comérselo", y en esta ocasión Imanol Arias y Juan Echanove se estaban comiendo la Gomera. Dieron esta receta, y me pareció tan buena y fácil de hacer que no me pude resistir. Me levanté y me fui a la cocina, y mi santo esposo, que no tenía ni idea del programa que yo estaba viendo, me preguntó:
-¿Qué haces?-Mujer, pero si las jornadas son en la Diputación. ¿No te has leído el programa?
Pues no. Es decir, sí. Me he leído la mitad de arriba. El problema es que el insignificante dato del lugar del evento estaba en la mitad de abajo. Y yo he dado por sentado que se hacía donde se hacen siempre estas cosas, y retrocedo seis casillas más. Me voy a buscar otro taxi, porque la Diputación está ahora donde Jesucristo perdió el flequillo. Hoy he contribuído significativamente al sostenimiento del sector. Por fin llego, con la lengua fuera, quince minutos y veinticuatro euros más tarde. Entro y firmo, me encuentro a una compañera a la que hace mucho tiempo que no veo y nos sentamos juntas.
Comienzan las ponencias, precedidas cada una de ellas de la correspondiente sesión de Elogios Mutuos. A media mañana nos tocan el recreo y descubrimos que nos han preparado un desayuno y todo. Yo he desayunado en casa, a las seis y media, y tengo ya el estómago en los talones, pero hay compañeros que parecen no haber probado alimento desde el día que se proclamó la Segunda República. Madre mía. El espectáculo de las muchedumbres alrededor de las mesas me hace recordar los programas de Félix Rodríguez de la Fuente sobre la fauna ibérica. Esos en que salían muchos lobos alrededor de un rebeco muerto. Qué miedo. Espero no tener a ninguno de ellos de contrario en una vista: no dejarían de mi cliente y de mí ni los calcetines.
Mi compañera y yo vamos a comer y tomamos más café, porque la primera ponencia de la tarde empieza a las cuatro, y ésa es una hora peligrosísima. Porque como yo soy una niña aplicada, (además de una cegata de campeonato) me siento siempre en primera o segunda fila. Y a esa hora te entra un sueño que no puedes con él. Y se te ponen los ojos vidriosos, porque aún no tienes perfeccionado el arte de dormir con los ojos abiertos. Además, a estas alturas el auditorio está muchísimo más vacío, y hacer la siesta pues como que canta mucho. Tengo la espalda tan tiesa que me parezco a uno de esos difuntos victorianos a los que ponían de pie para hacerles la foto post mortem, sujetándolos por detrás con una percha de alambre; pero esta vez no hay peligro de que me duerma, porque he tomado cafeína como para subirme y bajarme tres veces las paredes del auditorio. Finalmente nos sueltan, y me voy directa al Mercadona, porque a continuación me toca hacer la compra. Me llevo congelados a tutiplén, viva la alegría, para descubrir, nada más llegar a casa, que el congelador del sótano, que ya tiene veintiún años, ha elegido precisamente esta tarde para cascarla. Los servicios de emergencia sólo han podido certificar la defunción, y el congelador de arriba está repletito. Gracias a Dios, mi hijo el pequeño, que es un campeón del Tetris, me va colocando las cosas en los huequecillos que va encontrando. Tengo la nevera y el congelador al borde del empacho, y siento unos deseos incontrolables de abrirme las venas con un tenedor.
Cuando tengo uno de esos días, recurro con frecuencia al truco de escaparme a un paraíso imaginario. Y a lo mejor cojo la tablet y me pongo a ver algún documental sobre las islas Canarias. Soy una friki de las Canarias. Las he visitado varias veces y nunca me canso. Me fascina su impresionante naturaleza y más aún la circunstancia de que en aquellas latitudes uno parece estar en una especie de paréntesis fuera del tiempo y el espacio. Cuando tengo unos de estos días de echar las muelas, fantaseo con la idea de meterle un hachazo al móvil y pegarle fuego al ordenador, coger un avión, y retirarme a un pueblo pequeñito de la Palma o la Gomera, a saltar los barrancos con pértiga y a ordeñar cabras. Los sueños, sueños son....
La receta de hoy viene motivada, precisamente, por otro día un tanto histérico en que estaba viendo por YouTube un capítulo de "Un país para comérselo", y en esta ocasión Imanol Arias y Juan Echanove se estaban comiendo la Gomera. Dieron esta receta, y me pareció tan buena y fácil de hacer que no me pude resistir. Me levanté y me fui a la cocina, y mi santo esposo, que no tenía ni idea del programa que yo estaba viendo, me preguntó:
-Nada. Que me voy a hacer tortas de cuajada de la Gomera.
¿¿¿¿¿????? Pues ya es que ni se extraña, la criatura. Se conoce mis aventadas y sabe que me puede dar por cocinar cualquier cosa en un momento de ofuscación. Así que me fui a la cocina a preparar las tortas, y el resultado mereció muchísimo la pena. El nivel de dificultad es apto para inteligencias limítrofes con lo vegetal. Apuntaos:
Ingredientes:
- 1/2 kg. de queso fresco. Las señoras que las hacían explicaban: "Se cogen seis o siete kilos de queso". Pero no se trata de alimentar a una isla entera, por pequeña que sea, sino a una familia tipo, así que he reducido las cantidades. No tengo queso gomero, pero se puede poner requesón o un queso fresco decente. Del que no parece silicona para las juntas de la bañera, vamos.
- Cuatro huevos.-Una cucharada de matalaúva.
-Harina normal. La que admita. Es decir, hasta que puedas formar razonablemente las bolas de masa y empezar a despegarte todo el pringoso asunto de las manos.
-Una cucharadita de levadura.
Se precalienta el horno a 200º. Se va deshaciendo con las manos el queso pero dejándolo con trozos, que se tienen que encontrar en la masa. Se mezcla con los huevos batidos y se añade la matalaúva y la harina.Se forman unos bollos y se ponen en la bandeja del horno con un papel de horno y se dejan cocer unos veinte minutos, hasta que estén dorados.
Se toman acompañados de miel de palma, porque como veis no llevan nada de azúcar. Esta miel se hace con el guarapo de las palmeras y es parecida a la miel de caña, pero tiene un punto algo más tostado. Me encanta, y da la casualidad de que yo sí tengo, porque a veces pido on line productos canarios, aunque principalmente quesos....
Son jugosos, tiernos, y están exquisitos.De hecho, pertenecen a la peligrosa categoría de comida consoladora. De esa que se toma en estos días que sientes que tienes muy poca espalda para tanto fardo, y la merienda te susurra:
-Anda y toma un poquito, que no pasa nada...... Que tú puedes con eso y con más....Huy, huy, huy.
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Sólo oooootro poquito más.... |
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Aquí la artillería pesada al completo. |
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