Trabajo en el despacho de casa, de espaldas al jolgorio semanasantero donde nunca me cogerán, viva ni muerta. A mi espalda, sobre una de las estanterías, tengo colgados un dibujo con todos los colores del arco iris de un caballo y otro de una rana, cada uno de ellos con su correspondiente marco de macarrones medio despegados. Como muy bien habéis deducido, corresponden a sendos regalos del Día del Padre hechos por mis niños en la guardería. Son de esas cosas que también muchos de vosotros tenéis en casa, y que, como yo, no tiraréis nunca. Me lleva a recordar mis propios y remotos Días del Padre y de la Madre en mi colegio. Mis monjas tenían un gusto estético cuanto menos cuestionable, incluso para aquellos feísimos años setenta, la década más hortera de la historia, seguida de los ochenta en un honroso segundo lugar por méritos propios. Llegó un momento en que nuestro apartamento del Rincón se convirtió en un museo de los horrores a donde fueron a parar todos aquellos atentados a la estética perpetrados concienzudamente por vuestra segura servidora. Entre los más destacables, había un cuadro con un fondo de terciopelo sintético adhesivo de un color marrón de pesadilla, (empecé tarde y el azul previsto se había acabado en la papelería) sobre el que reposaban varias flores hechas con trozos de peluche despeinados y con los tallos artísticamente dibujados con ceras, que mami, a pesar de todo, se atrevió a colocar en su dormitorio. De haberse conocido entonces el feng shui, habría sabido que, para que la energía circule libremente, hay que sacar las decoraciones que dan mal rollo y pegarles fuego, a ser posible, para que nadie pueda volver a contemplarlas jamás. Había también por ahí un tarugo de madera figurando una pipa decorada con un galón de pasamanería (epítome de la ornamentación setentera), con un hueco para el paquete de tabaco y otro para la cajita de cerillas. Se me cayó al suelo y se partió, pero papi la arregló con la lata de cola California que había siempre en casa y que lo arreglaba todo, todo y todo. Los regalos del Día del Padre tenían en común dos características: siempre eran artículos de fumador, y siempre resultaban todos ellos deprimentes sin excepción. Pues entonces todos los padres fumaban, y el que no, ajo y agua. Es lo que había. O eso, o irte a Almacenes Mérida o Félix Sáenz a por una corbata. Entonces el abanico de opciones era bastante limitado. Para el Día de la Madre, los regalos eran objetos supuestamente decorativos. Una vez nos hicieron tallar una figurita en una pastilla de jabón verde. Tenías que grabar en él la silueta elegida, un elefante o un coche, e irle sacando los trozos sobrantes con un cuchillo. A mí me parecían horripilantes ambas figuras, y como siempre iba por libre, tallé en mi jabón una especie de reloj de pared que se fue quedando cada vez más pequeño, torcido y lleno de flato, e inclinado como la torre de Pisa. Mami comentó con su diplomacia habitual:
Con lo cual ya podéis deducir que el adornito de las narices terminó sus días en una jabonera de la terraza lavadero de casa. Antes las madres no tenían problemas en crearnos un trauma de por vida: si hacíamos un truño, nos lo decían, y se quedaban tan panchas. Lo de que nos socavaran miserablemente la autoestima, de habérseles dicho, les hubiese sonado a chino. Todo era simple. La culpabilidad materna y la teoría del apego aún no habían asomado por el horizonte. Está claro que algo hemos hecho muy mal a partir de entonces.
Otro año teníamos que hacer una figurita antropomorfa a la que primero le montábamos un esqueleto de alambre, le poníamos encima el cuerpo a base de pegotes de escayola y lo decorábamos con pintura verde y para rematar el escarnio, purpurina dorada. En aquel tiempo daban el "Sábado noche" o no sé qué programa donde salía el ballet Zoom, que a mí me tenía loca, y le puse a la figura una postura de baile que me pareció muy estética, con sus brazos alzados y su pata por alto. No, no era tan fea como la imagináis. Era peor. Aunque, para ser justos, la mía no era más horrorosa que las demás. Unos años más tarde, la hubiera podido calificar con toda justicia de un Increíble Hulk en el acto de romper a bailar una sardana. Nuestras figuras estuvieron expuestas juntas sobre una estantería antes de que cada una se llevara su engendro a su respectiva casa, y cada mañana al entrar en clase no podía evitar un estremecimiento de inquietud ante aquel ejército de seres amorfos sin rostro en posturitas diversas. Cuando llegó el día en que no tuve más remedio que llevársela a mi madre, ésta, tragando saliva, consiguió rehacerse lo suficiente para soltar el "muy bonito, nena" más falso que he oído en mi vida, tras lo cual lo puso sobre un mueble que teníamos en el pasillo, que era oscuro, donde quedaba más o menos disimulado. En cuestión de dos o tres días, el bodrio sufrió un inexplicable accidente, mortal de necesidad, al limpiarse el polvo de la zona. Yo recordé lo que poco tiempo atrás le había sucedido a un grupo de siete caballos de cerámica horrendos que a mi padre se le antojaron en Jaime Martín y que, contra la opinión materna, puso a pastar sobre la mesa del salón. Cada vez que Atila, reencarnado bajo la forma de doña Pepa, pasaba por allí, los animalitos sufrían, indefectiblemente, una u otra mutilación.
-Pepita ¿pero se te ha caído otro caballo, que los tienes a todos cojos?
-Ay, Joaquín. Es que se me ha ido el paño. Bueno, que digo yo que ya lo tiramos. Así, roto, no lo vamos a dejar.
Pero, para desgracia de mami, papá tiraba de la dichosa supercola California y volvía a poner los bichos pegados y contrahechos en la mesa. Con lo cual la obligaba a redoblar su furia destructora y a tirarlos desde alguna altura apreciable para que quedasen hechos añicos de una puñetera vez y no tuvieran compostura posible. Esto fue exactamente lo que le pasó a mi figurita: tras la caída libre se quedó en el esqueleto de alambre (uy, qué lástima, nena), y ya se aseguró mamá de tirar a la basura los trozos de escayola antes de que apareciese papi de las profundidades del salón, lata de cola en ristre (Esto se arregla con una gotita...)
No sin esfuerzo, vuelvo al presente. Ya es la hora de comer y hoy tenemos para el almuerzo una receta que probamos mi hermana y yo en un mesón y que hemos fusilado con bastante éxito:
-Un lomo de atún de un kilo. No importa si es congelado. El que quiera, es libre de rasgarse las vestiduras en este punto.
-Tocino en lonchas, suficiente para envolver el lomo.-Sal gorda a cascoporro (medida que viene a equivaler a dos kilos) más un poco de sal Maldon para el final.
Para el salmorejo:
-1/2 kg. de tomates maduros.
-150 gramos de pan asentado.
-Un diente de ajo.
-100 ml. de aceite.
-Dos cucharadas de vinagre.
-Sal.
Lo primero es desangrar el atún, metiéndolo en agua y dejándolo un par de horas, cambiando el agua hasta que salga clara. Esto le quitará todo posible sabor a pescadazo.
Precalentamos el horno a 200º. Hacemos una cama de sal gorda en la bandeja y la espurreamos con un poco de agua. Envolvemos el atún en el tocino, lo ponemos en la bandeja y lo cubrimos por completo con la sal, repitiendo el espurreo para que la sal se compacte. Lo metemos al horno caliente 30 minutos. Mientras, preparamos el salmorejo. Si los tomates son tipo pera, con la piel más gruesa, les hacemos un corte en cruz en cada extremo y ponemos a escaldar en una cacerola con agua caliente, para pelarlos con facilidad. Ponemos el pan a remojar, lo escurrimos bien y lo ponemos en un bol con los tomates ya pelados y troceados, el ajo picado, el vinagre y una cucharadita de sal. Trituramos y vamos añadiendo el aceite hasta ligarlo todo. Reservamos en la nevera.
Sacamos la bandeja del horno, rompemos la costra de sal y sacamos el atún. Le quitamos el tocino y lo cortamos en lonchas finas. Servimos sobre una cama de salmorejo y añadimos un poco de sal Maldon. Lo probamos... y hacemos la ola.
Está muy rico y, por algún motivo, te hace sentir muy feliz. No podemos pedir más a la vida ¿verdad?
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