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miércoles, 16 de marzo de 2016

TORRIJAS AL VINO DE MALAGA.

Tengo en casa una garrafa de vino moscatel de Moclinejo que utilizo principalmente para postres, como ahora, y algunos guisos, que me hace recordar aquellas otras de cristal y mimbre, de las que prácticamente había una en todas las casas, para ponerle una copita a las visitas. Tampoco era extraño que sirviesen a los niños "un dedito" en alguna celebración, para hacer la gracia y para que de camino el angelito se quedase traspuesto un rato y no diera la paliza corriendo a tu alrededor, todo ello a falta de una Nintendo DS, que por aquellos tiempos venturosos aún no se habían inventado. Aquella sociedad de finales de los 60 y principios de los 70 es que era muy borrachona. Esos anuncios de ponche Caballero, de coñac Soberano, y de esas mortíferas Quinas con nombre de santo que sacaban en la tele, con el pretexto de que "da unas ganas de comerrrrr", aunque de lo que entraban ganas era de dormirla. A mí no me daban. Primero, porque mis padres eran bastante de la Ley Seca en su vida cotidiana,  y en segundo lugar, porque si a mí me hubieran dado algo que me hubiese despertado más ganas de comer, papi se hubiera tenido que pluriemplear en dos o tres delegaciones ministeriales para alimentar al sabañón humano que tenía por hija. Sin embargo, creo que alguna vez, yendo de visita a casa de no sé quién, sí que burlé la supervisión paterna y probé algún tipo de vinorro dulce. Tengo un difuminado recuerdo de mí misma tumbada en el asiento trasero del Seílla de mi padre con una modorra muy agradable. Mi madre contaba que, siendo  todavía pequeño mi hermano,  un día llegó de la calle algo más que alumbrado, y apestando a blanco tal que si hubiera echado la mañana en Casa El Guardia, desde que asomó por la esquina. Mosqueada perdida, inició las pesquisas correspondientes:
-Nene, ¿tú donde has estado?
-En casa de Carmela (vecina nuestra)
-Ah. ¿Y ella te ha dado algo?
-Me ha dado caldito del puchero- contestó la inocente criatura con la lengua  algo más que zarrapastrosa.
-¿Conque caldito del puchero? Vamos a ver el caldito del puchero que te han dado a ti, para que vengas hecho un atún. ¿Será posible?
Y, en efecto, se fue a pedirle explicaciones a la vecina, que le contestó, con toda su alma pánfila, que le había endiñado al angelico un copazo de Montilla-Moriles, eufemísticamente llamado "caldito del puchero", porque era costumbre en su pueblo para poner recios a los chavales. A lo que mami le contestó muy fina y con admirable contención, que hiciera el favor de no meterse en nada, porque el niño, sobre estar ya recio y criado de por sí, a fuerza de caldo (de barrica) traía una moña de pronóstico reservado, y que para lo chico que era, pues no quedaba bonito....
Años más tarde, cuando yo ya estaba en el mundo desde hacía trece o catorce, y tenía mis primeros arrechuchos femeninos, mi tía me daba una copita de ginebra, que, como ella decía:
-Ya verás. Para "eso", es mano de santo.
Aunque más que mano de santo, era coz de mula: es verdad que se te quitaba todo. Hasta el sentido. Te metías entre pecho y espalda un lingotazo de Larios a palo seco y el mundo te parecía de pronto un lugar muy divertido y te entraba una risita muy tontorrona. Luego me iba derecha a mi cuarto a dormir una buena siesta, y me quedaba nueva. Aunque reconozco que como remedio resulta un tanto discutible y desproporcionado. Hoy día sería totalmente incapaz. Había una variante para el dolor de muelas: te cogías un copazo de lo que fuera y te metías un buen buche en la boca, hasta que se te dormía la muela pocha y los aledaños y la mucosa bucal se te quedaba con el tacto del cuero recién curtido, igual que con el Listerine. En este caso no era obligatorio bebérselo. Supongo que la cogorcilla la trincabas por ósmosis. En fin, una salvajada. Gracias a Dios, los años te civilizan. A veces. Y te permiten disfrutar de vez en cuando de una copa de buen vino como es debido, sin recurrir a barbaridades como las supraescritas, que de más está decir desaconsejo absolutamente.
Esta receta se pierde en la noche de los tiempos y sí que trae una cantidad de moscatel apreciable. Si las van a tomar niños, pues mejor no, aunque, desde luego, el aroma que proporciona no lo tiene la versión virgin.  Dicen que al freírse pierden el alcohol, que empieza a evaporarse a partir de los 70º, aunque esto es una cuestión de fe.  Yo no conozco a nadie que se haya puesto trompas comiendo torrijas, pero de todo puede haber en este mundo de Dios. Pongo la receta, y decidís: 
-Un paquete de pan para torrijas, como el de Mercadona, o unos 300-400 gramos de pan blanco, sin corteza si es muy dura.
-Un vaso de vino moscatel.
-Un vaso de leche.
-Tres o cuatro huevos.
-Miel para rebozar, o azúcar y canela mezcladas.
Preparamos el escenario del crimen, o, como dicen los chefs, la mise en place, que hace más fino. Preparamos una sartén con abundante aceite a calentar, mezclamos en un plato el vino y la leche, y en otro plato batimos los huevos. Preparamos una fuente donde irá el torrijamen. Primero mojamos las rebanadas de pan en la mezcla de leche y vino, con tiento para que no se nos empapuzen demasiado, porque se deshacen, ni demasiado poco, porque quedan duras. Escurrimos con el tenedor y vamos bañando en el huevo batido, volvemos a escurrir y a freír cuando el aceite ya esté caliente. Mejor poner sólo dos o tres cada vez. A medida que se van friendo, a la fuente. Después, o calentamos unos 200 gramos de miel, como la mitad del bote, en un cazo para que se ponga más líquida, y bañamos con ella las torrijas, o bien las pasamos por otro plato por donde habremos mezclado el azúcar y la canela.
Eso sí: esta receta es de las que ensucian la cocina. Es que todo no lo puede tener....



Pasadme un buen comienzo de Semana Santa, hermanos. Y el domingo, a estrenar algo para la Pollinica, que si no, ya sabéis. Se os caen las zarpas....


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