Mi sobrino nieto más pequeño ha cumplido los dos añitos. Su madre me ha encargado una tarta sin huevo, porque es alérgico y yo, que no necesito que me metan en danza, me he puesto manos a la obra. Restricciones dietéticas a mí. ¡Ja! Mi sobrina me mandó un whatsapp tras la fiesta para decirme que estaba muy rica (la tarta) y hecha polvo (ella). Pobrecita mía: te doy oficialmente la bienvenida al mundo de los Cumpleaños Feroces. ¿No era "felices"? No me cuadra, pero es porque he desarrollado un importante estrés postraumático al respecto. Cuando yo era chica, te compraban una tarta, venían tus primos a merendar y luego tu madre os echaba a la calle, a chorrarla por ahí. Mucho tiempo más tarde, cuando los cumpleaños de los míos, no se esperaba de ti menos que te llevases a la clase entera a revolcarse en una piscina de bolas, con el payaso haciendo perritos y espadas de globos, y un pastel que muy bien podría ser de cartón piedra, porque nadie se lo come. Yo lo hice alguna vez, pero como debo tener una vena masoca bastante importante y entre los cumpleaños de mis dos hijos sólo hay un mes de diferencia, empecé a celebrar una única fiesta de cumpleaños en una fecha intermedia. En casa. Una, sí, pero salvaje. Yo hacía una tarta y unos bocadillos, o un par de pizzas gigantes, y los ponía en la mesa, junto con bidones de Coca Cola y Fanta. Y cuando empezaban a llegar los invitados, mi marido y yo nos atrincherábamos cobardemente en el sótano. Durante cuatro o cinco horas sonaban aullidos sobrecogedores (¡¡¡¡¡AAAAAARRRGHHHHH!!!!) y escuchábamos una y otra vez lo que parecía el trote de un rebaño de búfalos en desbandada por las escaleras (¡¡¡TUCUTUCUTUCUTUMMMM!!!), saliendo únicamente cuando el ruido excedía de un umbral determinado, para comprobar que no había daños personales ni patrimoniales de consideración. Cuando se acercaba la hora de terminar, contábamos los padres que iban llegando a recoger a sus retoños respectivos, sudorosos, churretosos y absolutamente pasados de revoluciones ("¡Otro! ¡Ya se va otro!") Como siempre hemos sido muy educados, ofrecíamos al padre o madre en cuestión una cervecita. Pero dejamos de hacerlo: muchos aceptaban. Y no se iban nuuuuunca. Al final, encontrábamos el salón y dormitorios llenos de los siguientes artículos y objetos:
1) Papel de regalo rasgado, más cartones y embalajes diversos.2) Mediasnoches mordisqueadas bajo la mesa.
3) Trozos de tarta amorfos untados en el sofá.
4) Niños esparramados debajo de las camas, criando pelusas, y los míos propios con los ojos fuera de las órbitas a causa de los litros de Coca-Cola ingeridos y la sobreexcitación nerviosa: ("MIRA LO QUE ME HAN REGALADO, MAMI, MAMIIII") Después de eso, siempre compré la Coca.Cola sin cafeína, lamentando que la normativa vigente no me permitiese administrarles un eficaz hipnótico en la bebida, o confinarles en una sola habitación ayudándome de un pastor eléctrico de doce voltios. Porque es que no era plan.
5) Todo el contenido de su armario desperdigado por ahí, incluyendo trescientos zapatos y las sábanas de muda. No, yo tampoco lo entendí nunca.6) Porquería inespecífica de toda clase y condición.
Después de una de esas veces, la madre de un invitado me llamó en un aparte a la salida del colegio para informarme de que la chaqueta vaquera tan bonita que llevaba puesta mi hijo desde hacía más de una semana, era del suyo, que se la había dejado en casa el día del cumpleaños, y que si me daba igual, que se la devolviera, porque le hacía mucho el avío. Resulta que mi hijo tenía una casi igual, y yo creía que era la suya. Eso le dije cuando se la devolví (inmediatamente) aunque la expresión de sospecha que vi en sus ojos me confirmó su idea de que yo era una aprovechategui de mucho cuidado. Qué le vamos a hacer. Los hijos son una fuente de vergüenza inagotable. En otra posterior ocasión, habiendo desarrollado cierto sentido común, nos llevamos al cine a uno de mis hijos y a los amigos. Antes de la película entraron en una bolera y les dimos para que se echaran unas partidas. Y las partidas se prolongaban y pensábamos que qué bien estaban estirando el dinero. Hasta que nos dimos cuenta de que mi niño había saqueado su hucha con todos sus ahorros y estaba invitando a sus amigos en plan millonetis, tirando de billetes de cincuenta euros con una soltura digna de envidia. Conseguimos cortar el asunto (casi) a tiempo. Pero quedamos ante todos los presentes como unos descerebrados y unos manirrotos. Eso sí, los encargados casi nos sacan la alfombra roja. Por suerte, siempre llega el momento en que tu niño ya se hace grandecito y le dices:
-Toma, hermoso. Os merendáis unos camperos por ahí, y os recogemos a las diez de la noche.
Y te quedas más ancha que larga, aunque, con esa ambivalencia neurótica tan típica de toda madre que se precie, te seques también unas lagrimillas por lo grandes que están ya....
Ingredientes:-Para el bizcocho:
-1 yogur natural.
-1 medida de aceite (recomiendo girasol para este)
-2 medidas de azúcar
-3 medidas de harina de repostería
-Una medida de leche.
-1 sobre de levadura química
-1 cucharadita de esencia de vainilla.
-Una pizca de sal.
Para el relleno y adorno:
-Un brick de nata para montar
-Dos tarrinas de mascarpone.
-Otra cucharadita de esencia de vainilla.
-Un sobre de estabilizante para nata (opcional) Hay unos sobres de Oetker en el Corte Inglés que van muy bien. También se puede poner medio sobre de polvos de cuajada a la nata o un par de cucharadas de leche en polvo, aunque no es imprescindible añadir nada porque la mezcla del mascarpone ya hace que la crema sea consistente. Yo lo hago de cara al posible transporte de la tarta, que es un tema algo peliagudo si la nata no nos queda muy sólida.
-150 gramos de azúcar glas.-Un tarro de mermelada de arándanos.
-Arándanos y frambuesas frescos, una tarrina de cada.
Primero hacemos el bizcocho. Precalentamos el horno a 180º. Preparamos un molde redondo de unos 20 cm. de diámetro, engrasándolo con mantequilla y espolvoreándolo con harina. Batimos juntos todos los ingredientes líquidos y el azúcar, y vamos añadiendo la harina tamizada por un colador o por una jarrita de esas tan monas con agujeritos que hacen tan hogareño y tan cuqui. Vertemos los ingredientes en el molde y lo metemos al horno media hora. Se pincha para ver si la aguja sale limpia y si no, se deja unos minutos más hasta que así sea. Abrimos la puerta del horno y dejamos templar. Preparamos el relleno y la crema exterior. Para ello montamos la nata con el accesorio correspondiente de la batidora o poniéndola en la Thermomix con la mariposa a velocidad 3, vigilando para que no se nos haga mantequilla. Que sale muy rica, por cierto, pero que para esto no nos vale. Una vez montada, añadimos el azúcar glas y la vainilla y mezclamos. Ponemos las dos tarrinas de mascarpone en un bol grande y las vamos ablandando un poquito trabajándolo con un tenedor. Añadimos poco a poco la nata montada y la vamos integrando. Yo esto prefiero hacerlo a mano, porque así controlo mejor que se queda con la textura adecuada. Tiene que salir una crema consistente pero manejable para ponerla en la manga pastelera. Separamos como un tercio de esta crema y la mezclamos con otro tercio más o menos del tarro de mermelada de arándanos. Eso sí se puede batir para que quede más homogéneo. Sacamos el bizcocho del horno y lo desmoldamos. El bizcocho sin huevo sale muy bien, aunque no sube tanto como el normal. Sale algo más sosito y es por eso que le ponemos un poco de relleno y de por favor para que se vea más lucido. Cortamos el bizcocho a lo largo con un cuchillo de sierra, si somos de pulso templado, o con la técnica del hilo anudado alrededor y apretando hasta que se corta, para manazas como una servidora, y se separan las dos mitades con mucho cuidado. No os preocupéis mucho si se rompe: el relleno lo pega todo y aquí no ha pasado nada. Se pone la crema de la mermelada en medio y se tapa con la otra mitad. No hace falta extender mucho, al poner la tapa de bizcocho el tema se distribuye él solito. Se cubre la parte de arriba con el resto de la mermelada de arándanos. Ahora llega el momento delicado de coger la manga pastelera, rellenarla y empezar a rodear el bizcocho por los lados con un cordón de crema de mascarpone, en espiral, hasta que todo el lateral queda cubierto hasta arriba. Rematamos con otro cordón por arriba y vamos adornando con las frambuesas y los arándanos.
La nata montada tiene la detestable costumbre de derrumbarse. Si se cae algún trozo del revestimiento de los lados, cogemos un tenedor y lo pegamos con mucho tiento. Yo, personalmente, si tengo que transportar la tarta, la congelo y luego, en el destino, la dejo descongelar en nevera si hay tiempo y si no, a temperatura ambiente un par de horas, pero no más, para no arriesgarnos a ningún desagradable (por escatológico) problema alimentario.
Sale bonita, buena y apañada. Y de camino, me ha servido para desterrar la nostalgia de no preparar más tartas de cumpleaños. Siempre hay tiempo y ocasiones de celebrar. Siempre hay un pretexto. Y yo ya he cumplido.....
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