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miércoles, 22 de junio de 2016

PERICHANA. Fresquita y buena de comer.

El verano nos visita de nuevo de modo oficial, y no me queda otra que encararlo con estoicismo, hasta el mes de agosto, que es cuando me pondré contenta de verdad. A mí el verano empieza a gustarme a partir de las diez de la noche, cuando no tengo que madrugar y estoy sentada junto al mar en la digna compañía de un tinto con Casera (nada de limón), y un par de espetos asados en condiciones. El curso ya se ha terminado y ves esa bandada de niños a los que han dado la libertad condicional, seguidos de unos padres en general mucho menos entusiasmados, pues ha llegado el temido momento anual de hacer mangas y capirotes para colocar a las criaturas mientras uno trabaja, sobre todo esos días de propinilla del mes de junio que todavía no han empezado los campamentos y hay un terrible vacío legal al respecto.  Si no tienes una abuela complaciente y disponible, no queda otra opción que el socorrido TCCPQ: Te los Comes Con Papas, Querida. Y digo Querida,  con "a", porque, en mi caso, por disponibilidad horaria me tocaba a mí encargarme del tema; pero, en general, de todos modos, la conciliación familiar es una mentira doble: porque tenemos unos horarios irracionales y no se concilia nada y también porque aunque se adjetive como "familiar", es por goleada para las madres. Ya está. Tenía que decirlo. Qué a gusto me he quedado. Doña Pepa, en ejercicio de su abuelitud, se quedó con mis niños muchas veces, pero no en verano, porque ellos se iban a echar la temporada al apartamento del Rincón. Y todos los años iniciaba la misma conversación:
-Nena, ¿y porqué no os venís aquí al Rincón, que los niños estarían estupendamente y vosotros os bajabais cada día en el coche?
Y todos los años la respuesta era la misma: "NI MUERTA".
Había varias razones para ello. La primera, que convivir con doña Pepa y mis hijos, era encender la mecha del conflicto seguro, tan cierto como que el día sigue a la noche. Mi madre era de esas abuelas beligerantes que te desautoriza por completo en cualquier circunstancia ("a mis nietos no los castigas tú delante mío"), con lo cual hacía de ellos unos completos ceporros consentidos en menos de veinticuatro horas y, no contenta con eso, cebaba a mis hijos como a lechones para la Navidad con verdadero frenesí e impunidad. Si era mi padre,  cada vez que yo iba, los escondía en la cocina para administrarle a cada uno un paquete de barquillos Cuétara en tiempo récord: su marca personal eran diez segundos ("Tienes a los niños muy flacos, hija"). En segundo lugar, irse al apartamento del Rincón suponía que a partir de las once de la mañana hasta las cuatro de la madrugada, el nivel de ruido procedente del jardín y la piscina era, y es, insoportable, como vivir en una gymkana veinticuatro horas al día, y tanto mi marido como yo tenemos la detestable costumbre de dormir unas cuantas horas cada noche, y más cuando trabajamos, que te cansas más. Aunque sea vicio, que yo no digo que no. Y en tercer lugar, mis padres tenían muy buena voluntad, pero ya muy pocas energías para lidiar con las dos sanísimas bestezuelas que yo criaba. Porque, era yo, que entonces era joven (dejémoslo en más joven), y caía cada noche en cama, y en coma, (perdóneseme el infame juego de palabras, en aras de la precisión) absolutamente derrengada de procurarles entretenimiento todo el día: me sentía como la animadora de un crucero después de quince días en alta mar con seiscientos pasajeros borrachos de sangría bailando la Macarena. Entonces la rutinas eran sencillas: cansancio físico y encefalograma plano, día tras día. Cuando los hijos crecen,  y ya no les puedes mangonear a tu gusto, el tema se invierte: tú te puedes permitir sentarte -de vez en cuando- en un sillón, pero es la cabeza la que te da vueltas a todas horas, especialmente mientras esperas, con los ojos como platos, a que vuelvan por la noche. ¿Les habrán atracado? ¿Les habrán detenido? ¿Estarán poniéndose ciegos de mescalina en algún antro infecto mientras yo intento desesperadamente dormir?  La vida es sabia en sus ritmos, y no te lo trae todo al mismo tiempo, para que aguantes y no te mueras antes de haber terminado de criarlos, cosa que ocurre, según tus cálculos, más o menos cuanto tú tienes noventa años y el niño ya tiene derecho a viajar con el IMSERSO. Un hijo es como una hipoteca, pero vitalicia.  Qué le vamos a hacer:  soy Mamá Agonías y Mamá Agonías me moriré.....
La receta que os  traigo esta semana es típica de Toledo y buenísima. La probé en casa de mis amigos Encarni y Rafael y me encantó, y a aquel de vosotros que la haga le va a encantar también. Que no os eche para atrás el hecho de que el tomate sea de bote: tiene su razón de ser, porque por algún motivo casa de maravilla con todo lo demás. Es facilísima de hacer, fresquita y baja en calorías. ¿Qué más queréis?
Ingredientes:
-Un bote grande de tomate pelado entero.
-Dos o tres huevos duros.
-Dos latas pequeñas de atún en escabeche.
-Una cebolla, a ser posible nueva, o cebolleta.
-Un buen puñado de aceitunas verdes o negras.
-Sal, aceite de oliva y vinagre.
Trocear los tomates en una ensaladera, picar los huevos duros y la cebolla y añadir el atún y las aceitunas. Aliñar al gusto con la sal, el aceite y el vinagre. No importa si queda un poco caldosa. Enfriar en la nevera.


Probadla, que me lo vais a agradecer, que miro por vosotros y no quiero que paséis mucho tiempo en la cocina.... Ya me lo contaréis. O no. Pero disfrutadla.
Feliz semana...


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