Quedan tres días para colgar el cartel de cierre y, tal y como suele ocurrir, en los juzgados corren aires de fin de mundo. Me han mandado diligencias de ordenación, autos y sentencias, para empapelar mi despacho, suponiendo que mi gustos decorativos fueran tan perversos. Los clientes parecen sufrir también un ataque de pánico colectivo; el teléfono se cae de tanto sonar; intento hacer un poco de "oooommmmmmmmm" entre llamada y llamada, con notable falta de éxito. Tan es así, que el rato de rehabilitación incluso se me hace llevadero, porque tengo una excusa legítima para apagar el móvil. Se está tan bien sin móvil, que apagarlo un rato se está convirtiendo en una adictiva costumbre. Se lo recomiendo a todo el mundo. Acabé la espalda y he empezado la fascitis plantar del pie izquierdo; deshacer el nudo marinero en el que me he convertido va a llevar más tiempo del esperado. Ya me había acostumbrado a las colas para los focos del calor. Ahora me dan una botella de hielo para hacerla rodar mientras espero los masajes. Por todas partes ves a personas haciendo ejercicios rarísimos con pies y manos. Parece una guardería para adultos con cara de poste. Me ha tocado una fisio que es de esa casta de personas a la que le encanta dar malas noticias, y que sufre un ataque de risa incontenible en cuanto hago el más mínimo gesto de dolor. En aquella sala se escuchan aullidos con bastante frecuencia. Yo, que soy muy pudorosa, no me quejo nunca, pero a veces no puedo evitar hacer un gesto desesperado y silencioso. Y entonces se troncha, la buena mujer, y me dice:
-¿Eso? Eso no es dolor. No tienes "ni idea" de lo que es dolor.
A ver cómo interpretas tú eso, en boca de quien te tiene inmovilizado en una camilla y te está dando tirones de una pierna. ¿Es una velada amenaza? ¿O sólo es la superioridad moral que hace tan asimétrica la relación entre el profesional sanitario y el paciente? Esta criatura está hecha de la pasta de los verdugos; en una vida anterior debió tenerla en nómina fray Tomás de Torquemada. En el tiempo que llevo ahí, me han tirado del cuello, pellizcado los músculos, dado corrientes y clavado agujas de acupuntura. Y no he dicho ni pío. Todo ello, sinceramente, me ha hecho bien. Pero hace pocos días me recibieron diciendo:
-Ahora te voy a poner una agujita en el talón....
Vale. No hay problema. Las agujas de acupuntura a mí nunca me han dolido nada. Así que, muy chula, y boca abajo, sin ver lo que tengo a la espalda, digo yo que adelante, y al momento descubro, para mi horror, que me han rejoneado como a un morlaco. Arrghhhhhh. Esta aguja no es como las otras. Primero sientes el pinchazo, que duele como qué; pero es que luego te van clavando a fondo el rejón de castigo hasta el infinito y más allá, y ves las estrellas de varios sistemas planetarios a la redonda, sin más Hubble y sin más nada. Tampoco grito. Se me ha metido el resuello para adentro y se me ha olvidado hasta cómo respirar, hasta que estoy al borde de la asfixia y cojo aire como los peces fuera del agua. La fisio se va y me deja allí con la banderilla puesta durante lo que me parece una vida, mientras voy formulando pensamientos absolutamente inadecuados para transcribir en esta sede. Al cabo vuelve y al parecer me saca la aguja; digo al parecer, porque yo ya no siento ni padezco.
-Esto te va a sentar estupendamente.
-Esto no me lo voy a hacer más. Informo.
-Uuuuuyyy ¿Te ha dolido? Pero si no la he clavado casi nada.- Veo claramente cómo intenta no sonreír, pero lo hace a su pesar. Se lo está pasando en grande.- La próxima vez te dolerá menos.
Y yo afirmo, esperando resultar lo bastante clara:
-No. Habrá. Próxima. Vez.
Ahora se ríe descaradamente. Pero a carcajadas. Vuelven a mi mente inconfesables pensamientos sobre posibles lugares donde podría probar a clavarse la aguja esta santa a sí misma. Pero prefiero cerrar la boca y no tener de qué arrepentirme. Sin embargo, creo que mi expresión debió delatar lo que sentía muy claramente, porque a partir de ese momento se me ha tratado con más respeto: he estado en el infierno y he vuelto para contarlo.
Pegando cojetadas, me meto en mi cocina a hacerme un poco de yogur. Hace años que lo preparo, porque sale incomparablemente mejor que los yogures desnatados tradicionales, que a mí me dejan un regusto a yeso bastante asquerosito. Es fácil como lo que más. Lo único que necesitamos es un horno y, como ingredientes:
-Un litro de leche entera, semi o desnatada. Yo la uso desnatada. Sale muy bien.
- Un yogur.
- Tres cucharadas de leche en polvo desnatada, o un buen chorro de leche condensada, o 100 ml. de nata. Según se quiera. La versión leche en polvo para mí funciona muy bien y hace un yogur muy cremoso, siempre teniendo en cuenta que la leche en polvo desnatada tiene un 1% de materia grasa.
Mezclamos con la batidora o la Thermomari la leche con el yogur y el espesante elegido, hasta que queda homogéneo. Lo ponemos en un recipiente al horno, que pondremos al mínimo, y lo dejamos de 6 a 8 horas, hasta que se vea cuajado. Yo lo suelo dejar toda la noche.
Endulzar al gusto. Dura una semana sin problemas.
Dos días, y seré libre. Algo libre. Bueno, un poco. La Cuchara Perversa se viene conmigo de descanso, pero volverá, como yo, en septiembre, a seguir contando batallitas para quien las quiera leer. Vamos a pasarlo bien juntas, revolviendo libros de cocina, revistas, blogs, y el desván de la memoria, para seguir con ello. Mientras tanto, espero que descanséis mucho, y los que trabajan, que al menos estén algo más tranquilos y relajados. Espero que toméis bastantes espetitos y tintos de verano en buena compañía. Que tengáis largas charlas hasta la madrugada con esa gente que merece la pena y de la que todos tenemos algún ejemplar cerca. Que os acordéis de esos veranos infinitos de cuando éramos pequeños y el tiempo nos daba para tanto, y no nos acordábamos del ayer ni pensábamos en el lejanísimo septiembre.
Feliz agosto a todos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.