Poco a poco nos acercamos a los días grandes y yo ando aquí, remoloneando para ver cuál es el plato que prepararé para Nochebuena. Estos días todo se revuelve para mí: se han cumplido muy recientemente cuatro años de la muerte de mi doña Pepa, el día 18, y una quiere creer que ese día es igual que los demás, pero, por algún motivo, nunca es así. Hace poco iba por la calle y pasó una señora, dejando tras de sí una estela del perfume de Carolina Herrera, ese tan familiar. Y tienes una sensación un poco fantasmal, y te quedas sin aliento durante unos instantes. Claro, luego te rehaces. Hay muchas señoras por la calle que huelen a Carolina Herrera. Nada especial. Pero luego te quedas un poco mustia. Sólo un poco. Así que entré en el supermercado del Corte Inglés y me compré un turrón de chocolate buenísimo y carísimo, del mejor que había. Yo no como turrón casi nunca. Pero en algunos momentos necesitas un placebo, y resulta que el turrón de chocolate ayuda a superar ese minutillo de morriña. Probadlo si no lo creéis. Estos días me acuerdo especialmente de ella, y de mi casa familiar. Mi casa, como muchas de las vuestras, estaba atestada de chismes supuestamente decorativos. Algunos de ellos eran verdaderamente horripilantes, como una jofaina y una palangana de loza que mis padres se molestaron en traer de un viaje a Portugal, junto con el consabido gallo de Barcelos y una sopera de colorines, tamaño piscina de competición, adornada con unas rosas reventonas de tamaño natural, amén de trescientas toallas y manteles. No sé cómo les cabían esas monstruosidades en los maleteros diminutos que tenían antes los coches. La sopera era el escondite donde mi madre guardaba los cigarros que le quitaba a mi padre de la cajetilla, para que fumase menos, y que yo descubrí, -y disfruté- muy pronto. La jofaina y la palangana estaban en una mesita redonda, bastante inestable, que había a la entrada del pasillo, y que al estar en la zona de paso del huracán Pepita, sufrieron dos o tres accidentes de consideración. Y entonces venía mamá toda apurada:
-¡Ay, ay, ay! ¡Como vea tu padre que se me ha caído la jarra, la que me va a liar! Nena, ¿tú sabes dónde estaba la cola California?
La cola California era una presencia constante en mi hogar. Venía en una lata redonda que papá siempre tenía junto con sus cosas para remediarlo todo, cual agua de Lourdes. Tenía un olor que nos hubiera convertido en adictos, de no ser porque abrirla entre uso y uso se convertía en una operación propia de una excavación arqueológica; cuando aquella cosa se secaba, era indestructible. Alguna vez que se me ocurrió utilizarla para alguno de mis manejos, me quedé un buen rato con los dedos pulgar e índice pegados, como si fuera a tocar los palillos. Una alegría.
En el salón teníamos uno de esos muebles, oscurísimos y feísimos, que todos conocéis, esos que te cogían el testero entero, de dimensiones arquitectónicas, donde cabía la tele, los libros bonitos para enseñar, el mueble bar y los cacharritos pretendidamente decorativos. Nosotros, además de la supradescrita sopera, el gallo portugués y demás, teníamos una figura de una señora con tirabuzones con una falda de miriñaque, a la que, yo no sé porqué, llamábamos Eugenia de Montijo, y que vi en casa desde siempre. Era bastante fea,para ser sinceros, y resulta que cuanto más repulsivo era un objeto destinado al ornato, más le gustaba a mi padre. Uno de esos (muchos) días que mami iba especialmente acelerada, limpiando el polvo le metió un viaje a la Eugenia de Montijo, que salió aleteando. Recuerdo que era verano, así que habíamos quitado la alfombra, y la emperatriz de los franceses cayó en el santo suelo y allí se quedó, absolutamente decapitada, como otra de sus antecesoras. Mamá se bajó de la silla y llamó en su auxilio a los servicios de urgencias:
-¡¡¡Dios mío!!! ¡¡¡La Eugenia de Montijo, no podía ser otra, con el "amor" que le tiene tu padre!!! Nena, tráete la cola, que a la tía ésta la tenemos que apañar antes de que vuelva...
Total, que pusimos a la descabezada sobre una mesa y examinamos los daños. La cabeza estaba entera, pero el sitio de la fractura no había quedado limpio, y perdió algunos trozos, varios pura arenilla, con lo cual la cabeza no encajaba bien. Tras mucho forcejeo, y añadiendo de mala manera alguno de los fragmentos más grandes del cuello, conseguimos pegarla. Había que tenerla así un buen rato; mamá se fue al resto de sus menesteres, y yo me quedé sujetando la soldadura. Cuando estimé que estaba más o menos seca, la solté y pude comprobar que doña Eugenia se había quedado en una extrañísima postura, mirándose un hombro, y sumida para toda la eternidad en un ataque de tortícolis. Cuando mamá la vio, dijo:
-Pues si sale con barbas, San Antón, y si no, la Purísima. Anda y ponla arriba, y mira que la parte rota no se vea. Como no es fea, la puñetera, se ha quedado encima torcida y llena de flato. Qué le vamos a hacer.
Papá vino por fin, y no se dio cuenta de nada, como subrayaban los visajes de alivio que mi teatrera madre me hacía a sus espaldas.. Pasó un día, pasaron las semanas y cuando ya habían pasado por lo menos cinco meses, apareció un día escandalizado en la cocina:
-¡Pepita! ¿Qué le ha pasado a la Eugenia de Montijo?
- ¿¿¿??? Pues nada, Joaquín, qué le va a pasar. Está como siempre. Igual de horrorosa que el primer día que la trajiste.
-No, hijita. Es que está rarísima, parece que tiene el cuello más corto, o algo.
Y doña Pepa le soltó con absoluto desparpajo:
-Pues yo no sé, Joaquín. está igual desde esa vez que se te cayó y la pegaste. Estará tan bien o tan mal como tú la hayas dejado.
-¿¿¿A mí??? ¿Cuándo?
-Anda, pues no hace meses, ni nada. ¿Verdad, nena?
-Estoooooo......Sssss....Que se está pegando el potaje, mamá, ahora vuelvo.
Papi se quedó un tanto desconcertado y dubitativo.
-Claro, Joaquín. Que te subiste a coger un libro y se cayó, y la pegaste con la cola, que me acuerdo que te tiraste un rato grande para encontrar todos los trozos. Por eso a lo mejor será que se ve rara, que no la podrías pegar como estaba.
Papi se marchó, aún aturdido ante el aluvión de detalles, y yo, escandalizada por el morro materno:
-¡¡¡MAMA!!!
Algunas veces pensé que papi, para preservar la paz familiar, que era, en circunstancias normales, un bien escaso, dio por buena la explicación para no buscarse un nuevo motivo de discusiones. Hasta que una vez, hablando con un amigo que había venido a casa, le oí decir:
-Si, esa de ahí es una figura muy bonita. Y eso que se me cayó una vez y la tuve que pegar con la cola California........
Así se escribe la historia, Señor.
El caso es que siempre había por casa una colección de mutilados de guerra apañados con la insigne cola California, y mi hermana siempre dice que por ese motivo no puede soportar tener nada roto y recompuesto, porque le da muy mal rollo. Y lo cierto es que el feng shui le da la razón.....
Volviendo al momento presente, que la nostalgia hay que tenerla el rato justo, voy a poner esta receta para aperitivo, la hice hace poco y es muy aparentona y además está muy rica.
Ingredientes para una rosca grande:
-Dos láminas de hojaldre del que venden refrigerado, con forma cuadrada. No del congelado, porque ése hay que estirarlo y no queda tan homogéneo.
-Jamón cocido y queso en lonchas. No doy cantidades, porque se trata de ir poniendo lonchas hasta cubrir la superficie del hojaldre, y nos puede gustar poner más o lo justo para cubrir. Depende de lo raspadillos o apretados que seáis. Yo soy del segundo grupo, Ya lo sabéis.
-Mantequilla a temperatura ambiente.
-Un huevo.
-Sésamo y semillas de amapola para espolvorear (opcional)
Precalentamos el horno a 200º.
Desenrollamos las dos láminas de hojaldre y ponemos una ligeramente superpuesta sobre la otra, de manera que se peguen los dos bordes más cortos, que apretaremos para tal efecto, y nos salga un rectángulo grande. Haremos esta operación poniendo el hojaldre sobre una hoja de papel de horno, normalmente suelen venir sobre una y nos vale. Vamos cortando trocitos de mantequilla más o menos regulares y los vamos poniendo equidistantes, por toda la superficie de este rectángulo. Sobre ella, vamos poniendo primero las lonchas de jamón y luego las de queso, hasta cubrir toda la superficie, procurando dejar libres los bordes de arriba y de abajo. Ahora cogemos el borde ancho superior y lo vamos enrollando con cuidado, haciendo un cilindro. Cuando lo tengamos hecho, lo doblamos en forma de rosca, siempre sobre el papel de horno, que pondremos a su vez sobre la bandeja del mismo, y metemos uno de los extremos del cilindro dentro del otro, como si se autofagocitara. Formada así la rosca, la aplanamos ligeramente con la palma de las manos y con un cuchillo vamos haciendo cortes transversales desde fuera de la rosca hacia dentro, pero sin cortar del todo, de manera que quede como los pétalos de una flor, teniendo cada uno de ellos unos dos o tres centímetros de ancho. Ahora vamos cogiendo cada pétalo o sección y la vamos girando hacia arriba, de manera que lo que quede a la vista sea el corte tranversal con el jamón y el queso. Vamos rectificando para que queden porciones homogéneas, y el conjunto salga redondo, u ovalado, batimos el huevo y pintamos con él toda la rosca. Para terminar, lo espolvoreamos con el sésamo y las semillas de amapola, si las usamos, y al horno. A los 10 minutos bajamos a 190º y lo dejamos diez minutos más o así, hasta que se dore. Sacamos y dejamos enfriar en la rejilla. Luego no hay más que ir separando las porciones, y a ponerse las botas.
Es simplemente una forma vistosa de presentar una preparación muy sencilla. En los peculiares términos empleados por mi hijo, está "riconudo" Que siempre es algo más que "rico".
Es un entrante muy indicado para las fechas, de esos que hace que los invitados se tiren para ellos y luego te dejen toda la carne rellena que has preparado tan amorosamente para que te la comas entera en los dias sucesivos.
En fin... Ha llegado la hora de decirlo. Feliz Navidad.
Que disfrutéis mucho.
Que os pongáis la oreja de goma y no os peleéis con el personal.
Que bebáis buenos vinos y disfrutéis de buenas compañías.
Que sobreviváis, en definitiva...
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