Once de la mañana. Estoy en el despacho de casa, presa del tormento de la duda, y del de la gazuza más feroz. Ha llegado esa hora peligrosa en que el desayuno queda ya muy lejos y el almuerzo más, aunque tirando para el otro lado. Desde aquí todavía se percibe lejanamente el olor del sandwich que uno de mis zampullos se preparó para desayunar. La sandwichera, esa fábrica de Satanás, fuente de indeseables tentaciones. Me debato en un peliagudo dilema: ¿subiré a prepararme un sandwich calentito, fragante y sabroso, o me comeré una manzana, como una persona de provecho que cuida de la salud en su mediana edad? Ya lo decían las Escrituras: el espíritu vela, pero la carne es débil. Tras negociar arduamente conmigo misma, subo a prepararme un sandwichaco talla especial con jamón, queso y mantequilla, como desde un principio sabía que iba a hacer. Y que le den al espíritu, a la manzana y a la mediana edad. Además, necesito energía. Se me ha atragantado un recurso de apelación que no hay manera de sacar. Y esta hora es muy mala. Yo siempre he sufrido un patrón de hambre decreciente, según te vas chorrando de arriba a abajo del día, desde la devoradora de las mañanas hasta la más bien escuchimizadita de por la noche. De pequeña el patrón era muy estable: tenía hambre a todas horas. Salía del colegio a la una y entraba a saco en la cocina, como entró Atila en Roma. Siempre y cuando no estuviera por allí doña Pepa, para pegarme un cucharonazo en los nudillos:
- ¡¡¡AYYYY!!! Mamá, ¿qué hay de comer?
-¡Niña! ¿Te quieres estar quieta y dejar de pellizcar el relleno de los huevos duros? ¿Ya vienes "esmayá"? ¿Os ponen en el colegio a picar piedras, o qué? Anda y pon la mesa, que eso se arregla pronto ¡Pero "no toques" eso, que eres peor que un sabañón!
Y mira que yo era una niña de poco gasto energético, y de poco correr, que era una cosa que me cansaba mucho. Pero a la hora de volver a casa, lo que habías tomado en el recreo era ya un lejano recuerdo. Sobre todo cuando llegó la modernidad y ya no te llevabas un bocata de viena que te hiciera fundamento en el estómago, sino una torta Ramos o un pastelito repugnante de esos que se pusieron de moda en los setenta y que hoy no comería ni bajo tortura: el Tigretón, el Phoskitos o el Bony, todos ellos de discreto tamaño y menor enjundia, aunque cargado de azúcar a cascoporro. Hubo un curso en que la madre de una compañera vino a hablar con la directora, para pedirle permiso para que su niña pudiera hacer una comida extra durante el horario lectivo, porque el médico la había visto con mucha debilidad, aunque debo decir, admito que con muy mala idea, que nadie lo hubiera sospechado a simple vista, por su aspecto lustroso y lozano. Y ese pelo. Le brillaba como la crin a los caballos de carreras. Vendía salud. La directora dio la licencia, sabe Dios por qué, y durante ese curso asistimos al espectáculo diario ofrecido por nuestra compañera, a la que cuando asaltaba el ataque de necesidad, fuera a la hora lectiva que fuera, despejaba su pupitre, y comenzaba el ritual. Sacaba un primorosamente planchado mantelito "tú y yo", que en este caso era "yo y yo", y disponía encima un termo de un litro de ColaCao, más una tartera de buen tamaño y su correspondiente cubierto, y atendía las explicaciones tragando con parsimonia y gran determinación. Se ponía morada, la tía. Tortilla por aquí, filete empanado por allá. Hasta las trancas. Ñaca, ñaca. Las demás la mirábamos con el reverente asombro con que se estudia a un raro especimen de zoológico, y con no poca envidia, todo hay que decirlo. Tan concienzudo esfuerzo dio al fin sus frutos, la chiquilla se puso más lucida y saludable que nunca, se dio por concluido el tratamiento y a partir de entonces se empezó a traer su viena con salchichón, como todo hijo de vecino. Más adelante, el último año de la primaria, en esa edad de los trece años que te vuelves más tonta sobre lo que de base ya trajeras, empecé a irme al colegio sin desayunar para no engordar. Y llegó el día el que me dio el hamacuco en la clase de Matemáticas. Todo el mundo creía que era porque la directora, que nos impartía dicha disciplina, se ponía hecha una fiera cuando alguien no sabía sacar los problemas y había provocado ya varios mareos del mal rato entre el alumnado; pero no: era una bajada de azúcar como el sombrero de un picador. Cuando la reverenda madre se enteró de que no había tomado nada desde la noche anterior, bramó con su finísimo acento vallisoletano:
-¡¡¡Chica, tú eres idiota!!! ¡¡¡Te vas a casa a tomar algo y como vuelva a pasar esto VOY A TENER QUE HABLAR CON TU MADRE!!!
Eso se lo dicen hoy día a un niño cualquiera y se ríe en tu cara; pero eran esos tiempos que las comunicaciones del colegio con tu casa obedecían a causas graves y la combinación de las iras de la madre Teresa con las de mi doña Pepa eran demasiado para una niña pusilánime como yo. Así que me fui a casa, donde me puse púa a base de tortas de Inés Rosales, y me volví al colegio, en paz y amor de Dios.
Esta receta se la ha inventado Erika, la novia de mi sobrino, y no me resisto a ponerla porque es un desayuno estupendo, está muy rica y debido a su alto contenido en fibra tiene potenciales y beneficiosos efectos colaterales, de los que, sin embargo, no aclararé si he disfrutado, en aras del buen gusto y del respeto a la mesa. De hecho, ella lo ha bautizado como "poop cake". El que no sepa inglés, que tire del diccionario de Google, que es muy malo, pero para esto, vale.
Ingredientes:Esta receta se la ha inventado Erika, la novia de mi sobrino, y no me resisto a ponerla porque es un desayuno estupendo, está muy rica y debido a su alto contenido en fibra tiene potenciales y beneficiosos efectos colaterales, de los que, sin embargo, no aclararé si he disfrutado, en aras del buen gusto y del respeto a la mesa. De hecho, ella lo ha bautizado como "poop cake". El que no sepa inglés, que tire del diccionario de Google, que es muy malo, pero para esto, vale.
- 200 gramos de salvado de avena
- 100 gramos de nueces trituradas.
- 1 yogur
- Una cucharada sopera de harina
- Ralladura de limón.
- Una cucharada sopera de canela o más, al gusto.
- Clavo de olor molido y anías en grano.
- 100-150 gramos de azúcar moreno.
- 3 huevos. Ella pone 2, pero a mí se me desmenuzaba, así que le he añadido algo más de pegamento.
. Un sobre de gasificante del Mercadona o levadura de repostería.
- 2/3 vaso de aceite de girasol y 1/3 de oliva.
- Para adornar: Arándanos, nueces, piñones, manzana en láminas. Los arándanos los rehidratamos en un vaso de agua, que pondremos tres minutos en el microondas. Sacamos y escurrimos.
Precalentamos el horno a 180º. Engrasamos y enharinamos un molde redondo desmontable.
Batimos todos los ingredientes, excepto los de adorno, y vertemos la masa en el molde. Disponemos por encima los arándanos, los piñones, las nueces y las manzanas. Horneamos 35 minutos, hasta que esté cocido, sacamos, desmoldamos cuando esté tibio y dejamos enfriar sobre rejilla.
Y eso. Que nos cuidemos y feliz semana....
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También tengo belleza interior. No creáis... |
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