Hemos caído de lleno en la época bacaladera y torrijera, la de saber que no podré pisar las calles de mi ciudad por las tardes durante una semana. Y luego, de propina, están los "pres" y los "post" de traslados y peregrinaciones diversas..... en fin. Pero la receta que pongo hoy, como no podía ser menos, a mí me trae recuerdos de Portugal, donde la descubrimos y la degustamos hasta la extenuación, pues era una de las pocas cosas que a mis pamplinosos niños gustaba por igual. La última vez que estuvimos nos hicimos un recorrido sur-norte-sur con varias paradas que nos permitieron verificar que Portugal es muchísimo más que el sitio donde vas a comprar toallas y gallos de Barcelos, suponiendo que te gusten esas cosas horrendas. Incluso es mucho más que la incomparable Lisboa. Lo cierto es que no creo que hoy día hubiera tenido el valor de montar a mis dos hobbits en un coche a recorrer a la ventura el país vecino. Estaban en la época álgida de competitividad fraternal y se atizaron mutuamente, que yo recuerde, en Santarém, en Condeixa a Nova, en Coimbra, en Vila Pouca da Beira, en Braga, en Oporto y en Évora. Es decir, en todas y cada una de las ciudades que visitamos, qué fatiga. Por las noches, estuviéramos donde estuviéramos, el pequeño, agotado por la contienda, se quedaba, indefectiblemente, dormido encima de su plato. Muchas veces, "dentro" de su plato. A pesar de todo ello, no nos expulsaron de ninguna parte, lo que me hizo querer para siempre a los portugueses, que son, por lo general, gente tranquila y correcta. Es un verdadero placer entrar en una cafetería y escuchar un relajante murmullo de fondo de conversaciones en lugar de la banda sonora de pelea de gallos o de verbena agostera que nos asalta al entrar en cualquier local español que se precie. Los portugueses son vecinos con los que dormimos espalda contra espalda: no nos parecemos en nada. Se parecen mucho más a los ingleses que a nosotros, aunque afortunadamente son, por regla general, mucho más amables. Les adoro, en definitiva. Me encantan sus ciudades, me prevarica su cocina, y me enamoran sus pastelerías, por bonitas y por bien surtidas. Hubo algún que otro incidente menor: nos perdimos unas cuantas veces (en mi familia, un clásico: un viaje no es tal hasta que no nos perdemos y damos varias vueltas de cincuenta kilómetros cada una) También nos pilló un atasco descomunal al pasar por Fátima, donde nos quedamos atascados más de dos horas. Había algún tipo de evento religioso. No me enteré de cuál, porque, mira tú, nos lo dijeron en portugués. Y escrito, vale, se entiende, pero hablado, ná de ná. Ellos a nosotros sí; es algo que te hace sentir muy tonto. Mi cuñado se bajó de su coche y empezó a gesticular, a echar espumarajos por la boca y a soltar votos y blasfemias pornolitúrgicas que, definitivamente, no voy a transcribir. Mi hermana le tiraba de la camisa para intentar meterle en el coche, porque estaba para que le pegaran un hisopazo de agua bendita, mientras que mis hijos lo pasaban en grande ante tal letanía de barbaridades, algunas de ellas nuevas para ellos.y que incorporaron encantados a su ya variado repertorio. El final del viaje fue en Évora, donde, ya bastante hechos polvo, visitamos, muy apropiadamente, la famosa Capela dos Ossos. Que tiene este encantador lema en la entrada: Nos ossos que aquí estamos pelos vossos esperamos. Vamos, que te están haciendo el cuerpo desde el principio. Y luego, al entrar, esa profusión de arcos y nervaduras de columnas y paredes forradas de tibias, peronés, calaveras y mondonguillos óseos menores que no supe identificar. Al salir, tienes el ánimo desolado, y piensas que no podrás volver a ser feliz en la vida. La visita dejó a los niños bastante pensativos y apaciguados. Luego tenían miedo, claro. No les puedo culpar, yo también lo tenía. Ellos se fueron a su habitación a ver la tele y nosotros a tomarnos unas copas en el hotel, para quitarnos la impresión. Por la noche aparecieron en mi habitación:
-Tenemos miedo.
-¿Miedo de qué hijo? Si además estáis juntos.
-Sí, pero a mi me dan miedo los huesos.
-Y a mí la cara que pone mi hermano.
-Y además, tú estás con papá, y nosotros, no.
Les despaché para su habitación, asegurándoles que nos encargaríamos de cualquier esqueleto que tuviese la desfachatez de dejarse caer por allí. Hay que ver qué padres. Nos arriesgamos a ocasionarles un trauma irreparable. Será una bonita historia para contar a sus respectivos terapeutas, cuando sean mayores y estén tratándose por la horripilante infancia que pasaron por nuestra culpa. Sobre todo por la mía, que para eso soy su madre y principal responsable de cualquier desaguisado de cualquier tipo que ocurra en sus vidas por siempre jamás, aunque tengan sesenta años y yo esté criando malvas de a metro....
La receta es sencilla y está muy rica.
- 400 gramos de migas de bacalao salado.
- Seis huevos.
- Una cebolla.
- 2-3 patatas medianas.
- Aceitunas negras.
- Unas hojas de perejil.
- Aceite y sal.
- Tostadas finas de pan para servir (opcional)
Ponemos las migas en remojo, dentro de la nevera, no menos de seis horas, cambiando el agua una o dos veces. Pasado este tiempo, las sacamos y escurrimos bien de agua. Pelamos y picamos las patatas en bastoncitos finos y las freímos y apartamos. Sacamos el aceite, dejando un fondo, y en él saltearemos la cebolla hecha plumas. Cuando esté traslúcida, añadimos las migas de bacalao y le damos a todo unas vueltas para que el bacalao se haga. Después añadimos las patatas y los huevos batidos a los que añadiremos sal, poca, porque el bacalao ya aportará de por sí, y hacemos un revuelto. Al final, añadimos las aceitunas negras y el perejil muy picadito por encima. Si queremos, les ponemos unas tostadas finitas para acompañar. Creo recordar que alguien se las comió y por eso no salen en la foto.
Y con esto ya vamos arreglados. Pero, ay, qué ganas me han dado de darme otra vueltecita por el país vecino. Si las cosas vienen muy mal dadas, siempre me puedo ir de monja de clausura, a hacer pastéis de Belem.....
Feliz semana a todos.
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