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miércoles, 25 de julio de 2018

TARTA DE MANZANA SIN REMORDIMIENTOS

En mi familia, mucho antes de la casa del Rincón, mucho antes del apelotonamiento fuengiroleño, nos limitábamos a tirar de día de playa como todo hijo de vecino, con nuestras fiambreras, nuestro melón para poner a enfriar en la orilla, y nuestros insuperables filetes fríos con doble empanado de pan rallado y arena. Pero hubo algunos veranos en que fuimos a echar las vacaciones en el chalet que tenía al principio de la Cala un amigo de mi padre, el cual cometió el lamentable error de cálculo de hacer tan generoso ofrecimiento, porque papi le cogió la palabra sin pensárselo dos veces. Pudieron ser dos veranos, o tres, no me acuerdo bien, porque era muy pequeña y todos ellos se funden en uno solo. Sin embargo hay recuerdos aislados profundamente grabados, como el olor de las tomateras que había sembradas en la parcela de detrás de la casa y el de la higuera de la entrada, y que para siempre estarán en mi memoria unidos a las vacaciones. Al asomarte a la terraza por la mañana temprano, veías pasar manadas de delfines girando como ruedas de coche sobre el mar. Me acuerdo especialmente del bar de las conchas de la Cala, el de entonces, el que tenía conchas de verdad. Por aquellos tiempos mi cuñado aún se encontraba en la fase de meritoriaje y me llevaba de paseo junto con mi hermana a tomar tapas. Era la manera más segura de que no diera un ruido. Yo era poco exigente e iba a ver lo que me caía, no como mi hermano, que había chantajeado activamente a la pareja en el pasado:
-Pos si no me invitáis a sardinas, le digo a mamá que vas de la mano con un niño.
El aspirante a la plaza de yerno cogía su autobús y se venía a ver a mi hermana cada vez que podía, y desde luego no se libró de pagar la novatada. Una vez parece ser que surgió la conversación de que tenía que ir a cortarse el pelo y doña Pepa, muy dispuesta, le hizo saber que en casa ella era la peluquera titular y que le cortaría las melenas con muchísimo gusto. Con tanto gusto y fruición, que le hizo en toda la coronilla un trasquilón del quince; pero, lejos de arredrarse por semejante menudencia, empezó a distraerle con la conversación, arreglándoselas mientras tanto para pintarle disimuladamente la calva con lápiz de las cejas, con lo cual echó el apaño hasta que el chiquillo llegó a su casa y se lavó el pelo. Pues no era nadie doña Pepa....
Mis días parecían interminables, confundiéndose unos con otros, y entre las convidadas a tapas, los libros que me prestaban y las horas y horas de playa, el tiempo se iba sin sentir. Las mañanas que sacaban el copo, iba con mi madre y nos traíamos el pescado directamente de la red. Yo siempre llevaba mi cubo rojo con agua del mar, porque me solían regalar pececitos pequeños a los que me podía pasar horas observando y metiendo la mano, removiendo en el cubo, sólo por el gusto de ver cómo se escurrían entre los dedos, con la típica cansinera de los niños, hasta que mami se ponía histérica:
-Nena, ¿¿¿quieres dejar ya tranquilo al pececito, que nos tienes mareados a él y a mí??? ¡Que se te va a encanijar!
Eso nos lo decían entonces mucho a los niños, cuando nos empeñábamos en trastear y sobar a los bichos que tuvieran la mala fortuna de caer en nuestras pecadoras manos. Nunca lo entendí muy bien, dicho sea de paso, a no ser que quisieran decir que íbamos a matar de asco al pobre animal. Eso lo creería sin ningún esfuerzo.
-Lo mejor que puedes hacer es echarlo al mar, que seguro que su madre lo está buscando. ¡Y no le eches pan con mortadela! ¡No querrás que se "muera"!
Como el chantaje emocional siempre daba buenos resultados conmigo, y yo no quería que el pobre pececito se muriera lejos de su madre, víctima de un atracón de mortadela Mina, siempre accedía a llevarme mi cubito rojo a la playa y devolverlo al mar, medio atontado por los meneos a que le sometía mi curiosidad insaciable. Hubo un día en que encontré, por mí misma, un caballito de mar. Entonces no era difícil verlos en la misma orilla y me parecían unos animales enigmáticos, siempre de pie, con esa boca tan extraña en forma de tubo.
-Mamá. ¡Mamá! ¡Mira lo que he encontrado! ¿Me lo puedo quedar?
-¡Noooo! ¡Haz el favor y echa el bicho ese al mar! Que entre lo que tú pescas y lo que no pesca tu padre me tenéis aburrida. Anda y vete por ahí a orearte un rato... 
Porque, efectivamente, a papi le dio una temporada por pescar, o pretenderlo al menos. Se agenció una caña muy bonita que imitaba a las de bambú. Por la noche se sacaba una silla a la playa y allí se tiraba un buen rato al sereno, con nulos resultados, ante el cruel recochineo materno:
-¿Qué, Joaquinito? ¿Hoy tampoco has pescado nada? Es que mira que ponerle pescado cocido al cebo. ¿Eso dónde lo has visto tú? Vamos, que si quieres te saco también un poco de mayonesa para que se la untes, a ver si les gusta más. ¡No te digo, pan de higo! (sic; mamá tenía algunos dichos incomprensibles)
El acoso y derribo psicológico en forma de pitorreo dio pronto sus frutos, la caña acabó sus días en un armario, cogiendo polvo, y la relación de papi con los peces se limitó a partir de ese momento a comérselos fritos, siempre y cuando mami le hubiese quitado bien las espinas. Sí, hijos, sí. Los padres de antes, con frecuencia, estaban malcriados una cosa mala, y se les desespinaba el pescado, y se les pelaban las naranjas. Aunque luego, para contrarrestar, tuvieran que sufrir las pullas salidas de la bífida lengua de su santa esposa.
Poco a poco, las mañanas y las noches se iban haciendo más frescas, incluso caía algún chaparrón, y ya sabíamos que tocaba empaquetar los bártulos y volver a casa. Aunque a mí particularmente la pena me duraba poco: volvía al colegio, había que comprar libros y uniformes nuevos y me reencontraba con mis compis de clase. Y todo volvía a empezar de nuevo. Cuánto echo de menos el buen conformar que tenía entonces...
Yo no me acuerdo ya de dónde saqué esta receta, que es estupenda para cuando te apetece algo dulce y te convences a ti mismo de que no engorda nada. Aquí el autoengaño funciona muy bien. De cualquier manera es una cosa bastante razonable y además saciante. Con un trozo apañado puedes tirar toda la mañana.
Ingredientes:
-Para la base:
-150 gramos de copos de avena.
-150 gramos de dátiles sin hueso.
-100 gramos de frutos secos al gusto, triturados. Los anacardos o las almendras van muy bien. Muy recomendable dejarlos en remojo desde la noche anterior, porque luego se pueden integrar mejor. Pero vamos, que si no lo haces no pasa ná.
Para el relleno:
- Un kilo de manzanas, más una aparte hecha láminas.
-Una cucharada de sacarina líquida También se puede endulzar al gusto con otra cosa: azúcar moreno, azúcar de coco, o estevia, si la podéis soportar.
-Un palo de canela.
-Un poco de mantequilla. Opcional.
-Arándanos secos. Opcional, pero hace bonito.
-Mermelada de melocotón. Yo la puse sin azúcar. Da el pego.
 Precalentamos el horno a 200º. Hidratamos los dátiles en un vaso de agua, poniéndolos un par de minutos en el microondas, sacamos y escurrimos.  Los ponemos en la Thermomix con los frutos secos y los copos de avena y trituramos, o bien lo hacemos con la batidora normal. Nos debe quedar una pasta más o menos consistente. Con ella forramos la base de un molde desmontable para tartas, de esos de paredes bajas, y que habremos engrasado previamente, y lo metemos al horno caliente unos diez minutos. Mientras, vamos pelando las manzanas y troceándolas en una sartén, que pondremos a fuego moderado con la sacarina o lo que pongamos para endulzar, la canela y la mantequilla. Iremos removiendo hasta que nos quede una compota espesa. Una vez que saquemos el molde del horno, le ponemos encima la compota, retirando bien todas las astillas de la canela, para no encontrarnos con una desagradable sorpresa puntiaguda, y cubrimos el conjunto con las láminas de manzana. Volvemos a meter al horno hasta que las manzanas de arriba estén doradas (ir vigilando), y sacamos la tarta y la dejamos enfriar sobre una rejilla.
Ponemos la mermelada en un cazo con un par de cucharadas de agua y removemos hasta que se vaya soltando. Cuando esté líquida, bañamos la tarta con esta mermelada pasada por un colador, para que quede fino. Se añaden los arándamos y se deja entibiar. Y listo.

Y de momento cierro el kiosko hasta septiembre. Necesito con urgencia descansar de todo y dejarme caer en un estado de somnolencia bovina para cargar las pilas. Os deseo un agosto tranquilito, sin sobresaltos y sobre todo, disfrutando mucho. Â bientot...

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