Buscar este blog

domingo, 16 de junio de 2019

PAN DE PATATA

Este fin de semana me pilláis tristona. He sufrido una pérdida familiar muy cercana, la del último mayor, y la memoria viva que quedaba, de mi familia. Mi tía Nati, que por una semana no ha llegado a cumplir los noventa y tres,  que hasta quince días antes de su fallecimiento se valía por sí misma  de un modo casi aceptable, y que mantuvo su lucidez intacta hasta el final. Esta pérdida remueve muchos sentimientos. Principalmente, que cuando desaparece la última persona que te ha visto crecer, es como si también se hubiera llevado tu infancia con ella. Porque uno se hace irremediable, definitivamente adulto, cuando ya no queda nadie para quien seas pequeño. Y eso le da a uno mucha melancolía. Sin embargo, ella tuvo una vida tranquila, la vida que quiso, y me siento agradecida por haberla tenido siempre cerca. Eso sí, siempre con sus manías y sus peculiaridades, a veces irritantes, otras divertidas y, siempre, incomprensibles. Desde que empezamos a vivir en el mismo bloque, siempre la recuerdo despertándome a las dos de la mañana regando sus plantas y pegando cubazos en su patio. Igual que salía a comprar al mediodía y cuando llegaba su hermana consorte Maruchi de trabajar, muchas veces no tenía la comida lista. Lo de consorte lo digo porque eran igual que un matrimonio.
-¡Pero Nati! ¿Tú te crees que son horas de salir a comprar y que yo llegue y no tengas hecho de comer? ¿Pero tú en qué piensas?
- Pues que tenía muchas cosas que hacer.
-¿Hacer qué? ¡Nati, que estás cuajá! ¡Que tienes todo el día para hacer las cosas! ¡Y me tengo que volver a ir dentro de un rato! ¡Hay que ver!
Pero ya le podías decir lo que quisieras: Nati tuvo hasta el final de sus días la terquedad inquebrantable de todos los mansos de corazón y siempre hizo lo que le dio la realísima gana, poniendo de los nervios a sus familiares y últimamente a mi prima, que es quien principalmente se ha ocupado de ella. Era la conserje oficiosa del edificio, y siempre sabía quién llegaba y cuándo, y si te detenías a despedirte de tu novio más tiempo del razonable (si eso es posible) en el portal, la escuchabas abrir la puerta y carraspear audiblemente, o directamente soltaba: "¿Quién anda ahí?" 
-Tita. Que soy yooooo.
-Ah. Es que como no subes. ¿Qué haces ahí?
Pregunta retórica donde las haya y que yo, como bien imaginaréis, no iba a contestar. Así que subía, rezongando por lo bajini y con pensamientos aún menos cristianos que cuando me estaba despidiendo. En ese sentido nuestros padres estaban tranquilos. Porque oírnos llegar, nos oían: la puerta del portal sonaba como la del castillo del conde Drácula, así que nadie podía entrar sin ser percibido por el finísimo oído de Nati, la guardiana de las buenas costumbres de nuestra pequeña comunidad....
Desde que tengo memoria, llevaba consigo un enorme manojo de llaves colgado del cuello y tenía cerradas a cal y canto casi todas las habitaciones de su casa, aunque vivía sola. Hervía la leche Colema, porque no se fiaba de la pasterización, y tostaba el pan cuando se le caía al suelo, para achicharrar a los infelices gérmenes que hubieran tenido la osadía de anidar en él.. A mi prima Inma siempre la estaba llamando con urgencias peregrinas de todo tipo, pero nunca lo hacía cuando se ponía mala, se caía, o en general,  le pasaba algo de verdad. Una vez  la llamó, creo que a su trabajo, para decirle muy apurada:
-¡Ay, Inma, que se me ha roto el teléfono!
-Pero, tita, ¡si me estás llamando!
-Pues es verdad.
Pero por otra parte tenía una memoria considerable, y me contaba la historia de la familia y los vecinos como si estuviera ocurriendo en esos momentos, haciéndome sentir  niña de nuevo. Nunca habló mal de nadie, y siempre fue buena, simplemente porque no sabía ser de otra manera,  cuidando y ayudando a quien lo necesitaba sin que tuviera que pedírselo. Siempre dimos por supuesto que así sería, porque todos, de jóvenes, cuando aún lo sabemos todo, pensamos que esa gente tan irritante que es la familia estará ahí siempre para sacarnos de quicio, para ponernos un plato de comida, para dejarnos jugar en su patio, para darnos advertencias y consejos completamente innecesarios para gente tan listísima como nosotros. Qué sabrás tú. Que estarán siempre, y siempre para darte. Pero los años pasan, y uno tiene cada vez menos certezas y más pérdidas, se llena de dudas y convive con sus contradicciones; en definitiva, con un poco de suerte, se hace una persona.decente, y comprende qué es lo verdaderamente importante. Por eso estoy triste, pero también estoy contenta. Porque si hay un más allá, estará en él dando la murga de nuevo a todos los que se fueron antes que ella. Siempre la echaré de menos.
Este pan cuya receta traigo hoy, se ha vuelto de mis favoritos, porque hace una masa muy agradecida y fácil de manejar, y el pan sale como si fuera pan de molde, sin grasas añadidas, ni huevos, ni nada. Está verdaderamente rico y se mantiene jugoso bastantes días.
-250 gramos de harina de fuerza
-250 gramos de patata cocida, pelada y dejada enfriar.
-Una cucharadita de levadura de panadería
-Una cucharadita de sal.
-Media cucharadita de azúcar.
-Dos o tres cucharadas de aceite de oliva.
-Agua: La justa. Luego se precisará.
Chafamos la patata con un tenedor y añadimos el resto de los ingredientes, cuidando de que la sal y la levadura no se toquen directamente. Tenemos al lado un vaso con agua y vamos echando de a poquitos, de modo que nos quede una masa con una textura fácil de manejar y no demasiado pegajosa. Amasamos a mano diez minutos o le encomendamos el trabajo a la Thermomari, que nos lo hará con muchísimo gusto. Yo dejo la masa toda la noche en la nevera, tampoco le pasa nada si pasa un día o dos en ella.
Al día siguiente sacamos la masa, engrasamos un molde alargado tipo plum cake y ponemos la masa en él, doblándola y poniendo los pliegues por debajo, creando tensión en la superficie. Metemos el molde en una bolsa holgada, que no toque la masa, y dejamos a temperatura ambiente hasta que suba más o menos al doble. Viniendo como viene directamente de la nevera. tardará más, pero no hay que tener prisa ni acelerar el procedimiento. Yo lo dejo un par de horas. Encendemos el horno a 200º y lo dejamos precalentar como veinte minutos o media hora. Cuando ya veamos que está caliente, metemos el molde, echamos a la superficie agua con un spray, o espurreando con la mano, y lo dejamos cocer 30 minutos. Tenemos que mirar a los veinte minutos, porque se dora deprisa; si es así, ponemos por encima una hoja de papel de aluminio, sin ajustar, sólo que tape. Luego desmoldamos el pan con cuidado y lo volvemos a meter sin el molde otros 15 minutos, de nuevo con el papel de aluminio por encima. Sacamos y dejamos enfriar en una rejilla. Y lo cortamos ya frío. Sale tierno, esponjoso y buenísimo.


Os deseo una feliz semana a todos. Y apreciad el regalo de toda la gente que, aún,  os rodea...

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.