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domingo, 30 de junio de 2019

SARDINAS EN MORAGA

Abro mi agenda y, allí dobladito, me asalta el remordimiento en forma de volante para analítica de sangre, que llevo pasando de página a página desde hace más de un mes. Dejando aparte que sacarse sangre, así en frío, da una pereza horrorosa, sé que he cometido algún  que otro pecadillo dietético que se reflejará en la chivata analítica de las narices. La cuestión es que sé que una vez que me lo haga y lleve los resultados a la consulta no podré abrir la boca ni para decir "hola". Mi médico mira la analítica, mira mi ficha y me suelta sin respirar.
-Bueno, parece que ha subido algo el colesterol total desde la última...  la vitamina D algo baja, tendrás que repetir el Deltius... mmmm
- Sí... Pero mira, que te quería preguntar....
-sí, sí....bueno... pues a seguir haciendo ejercicio, muuuuucho ejercicio. Correr en cinta. Sobre todo correr en cinta. Todo lo que puedas. Cada vez a más intensidad. Y más rápido.
-Pero es que yo....
-.... y no dejar de tomar el Armolipid. Nada de marisco. Nada de queso. Nada de lácteos enteros ni embutidos de ningún tipo. Chorizo, ni olerlo. Mantequilla y paté, ni mirarlos (ya puestos, ¿por qué no me pegas un tiro de una vez y terminas con mi miserable vida?) Y correr, correr mucho. Y aquí tienes el volante de la próxima analítica.
-Ya. Pero que yo quería saber...
-Aquí dentro de dos meses. Hasta luego. Siguiente. (Aquí toma aire; ya se estaba poniendo cianótico)
 Me voy con la analítica puesta, sintiéndome la más miserable de las criaturas, y sin haber podido preguntar nada de nada. Cosas como que a) cada cuánto tiempo me tengo que tomar el Deltius, señor doctor, que no me sube la vitamina D así me bañe en él, b) que me he roto el menisco y no puedo correr,  hijo de mi vida, y que hacer la elíptica me duele un montón, y que de todos modos me da mucha angustia tanta carrera y tanta cinta. Y que si le vale con que me haga un Forrest Gump hasta Ulan Bator o si tiene que ser hasta que me caiga muerta. Esto último, mucho más probable. Ahora, que me caeré muerta sin colesterol ninguno, que siempre es un consuelo. Y c) que me tienes amargada la vida, corazón mío, y que ir a tu consulta me quita las ganas de vivir.
Cuando era pequeña, me llevaban al médico de la familia de toda la vida, un señor bastante seco por el que mi padre sentía una extraña veneración, y que por un simple resfriadillo o por cualquier otro motivo menor te metía en la pantalla de rayos con la mayor alegría del mundo. Yo salía de allí que me podían ver en la oscuridad, como las Virgencitas esas fosforito que se ponían en las mesillas de noche y que a mí me han dado siempre tanto yuyu. Claro que eso de los rayos X antes se llevaba mucho y hacía muy moderno. A mi padre le mandaba de año en año una analítica. He encontrado varias de ellas con posterioridad. Solía salir de 280 de colesterol total para arriba, pero para este buen hombre eso no parecía tener importancia alguna. Ahora pienso que por eso papi le quería tanto. Tenía en él lo mismo que yo busco en mis fantasías: un médico que no te quitaba de nada y al que todo le parecía bien, así que tenía barra libre, en el más literal de los sentidos, y podía cenarse cada noche sus dos o tres lonchas de salami tamaño mantel de mesa camilla, sus dos o tres quesitos y su huevo frito, todo con muy bien de pan. Y era porque él lo pedía, y doña Pepa, a pesar de ser tan cañera y peleona, estaba educada en la absoluta obediencia culinaria al esposo, que tantas y tantas esposas han seguido al pie de la letra. (siempre he dicho que la cocina es el escenario del crimen perfecto)
-Joaquín. Que tanta pringue de noche te va a sentar mal.
-Que no. Tráeme jamón y una lata de anchoas, que me he quedado con hambre.
-Pues lo que tú dispongas, pero luego te va a a entrar ardor de estómago, que lo sepas.
Y a medianoche se escuchaba una musiquilla familiar: primero el abrir y cerrar el armario de la cocina -plop, plop-, donde se guardaba el bicarbonato y luego el grifo -shshshshsh-  y a continuación una cuchara revolviendo en un vaso, tococloctococloctococloc Para rematar la obra, la penetrante voz de mami a través del pasillo:
-Ya te estás hinchando de bicarbonato ¿no? Mira que TE LO DIJE. Que el jamón y las anchoas te las podías haber ahorrado.
-Déjame, que me duele mucho el vientre.
-Pues no haberte puesto hasta las trancas de cenar, que llenas el ojo antes que la tripa. Anda, que Dios te lo manda.
Después iba mi padre a visitar a nuestro inexpresivo pero complaciente médico y éste le mandaba el Almax por cajas. Nunca se le ocurrió preguntarle qué comía y cuándo. En mi casa había medicinas para poner un puesto apañado en el mercado negro. Papá adoraba las medicinas. Una vez le pillé echándole a uno de mis hijos, que entonces tenía dos años, un colirio caducado hacía lo menos tres, porque tenía los ojos un poco rojos de la piscina. Otra vez le sorprendí endiñándole a escondidas Desarrol, un jarabe de hormonas para el crecimiento, bastante tocho,  como si fuera agua de la fuente, porque decía que el niño se estaba quedando muy chico (siempre estuvo por encima de los percentiles). Me costó una buena bronca con él. Todo lo que fueran jarabes y pildoritas le prevaricaban.
-Joaquín ¿otra pastilla? ¿Que te duele ahora, hijo?
-No, que me la tomo porque luego con el café me da acidez.
-Pues no te tomes el café.
-Que sí me lo tomo. ¿Quedaban barquillos Fontaneda? Tráeme también la caja, que me eche unos pocos.
Papá estuvo durante años haciendo oposiciones a un infarto de caballo, y terminó ganando la plaza. Para todo el mundo fue una gran sorpresa, empezando por su médico del alma. Que, a diferencia de don Joaquín, que vivió para contarlo (y lo contó mucho) once años más, falleció del que le dio a él, pobre hombre. Estoy pensando que mejor dejo de soñar con un endocrino que me deje comer chorizo. En lugar de eso, voy a poner una receta cardiosaludable a más no poder, facilitada por mi amiga Carmen y que he reproducido con bastante éxito:
-Medio kilo de sardinas abiertas, limpias y desescamadas.
-Unas hojas de lechuga.
-Pimientos, cebolla y tomate picado, como para poner una capa de cada uno.
-Dos o tres dientes de ajo.
-Orégano.
-Agua.
-Sal.
-Unas pimientas enteras.
-Colorante, azafrán o cúrcuma para dar color, al gusto.
-Aceite de oliva.
-Vino blanco.
En el fondo de una cazuela de barro, (más propio) o de una cazuela normal, (más práctico) ponemos unas hojas de lechuga lavadas, enteras y que estén sanas, porque luego se comen también. Encima ponemos una capa de pimientos picados, una capa de cebolla y una de tomate pelado y picado, y uno o dos ajos picaditos. Ponemos un espolvoreo de orégano y lo cocemos a fuego bajo, sin aceite ni nada, unos diez minutos, hasta que la verdura haya soltado su jugo y se haya ablandado. Después se ponen por encima las sardinas, sal, el colorante que hayamos elegido, más orégano, y añadimos un mejunje compuesto de un vaso lleno con un par de dedos de agua, vino blanco y aceite. Se lo ponemos al conjunto por encima y añadimos unos granos de pimienta enteros y dejamos hervir todo unos tres o cuatro minutos. Apagamos y ya se terminan de hacer las sardinas con el calor residual. Después agarramos una barra de pan y nos comemos las sardinas, fletando en la salsa unos barcos de pan tamaño crucero a Venecia.



No siempre lo rico está reñido con lo saludable, aunque todo lo que te quitan los médicos suelen ser las cosas que te gustan más. Pero como decía el del chiste, si te privas de todo lo que está bueno, vivirás lo mismo, pero la vida se te va a hacer interminable. La cuestión es cogerle el punto a todo y seguir la senda budista de la vía media. ¿Quedará algo de ese chocolate tan bueno 85% cacao con pepitas? Me perdonen, que tengo que hacer una comprobación. A meros efectos estadísticos, que conste.
Feliz semana...

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