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domingo, 9 de febrero de 2020

PASTEL DE MANZANA DE MI TIA MARUCHI

Cuando salgo del yoga siempre me parece ir flotando. Es un paréntesis de absoluta placidez en el que no me importa ni afecta nada en el mundo. Por si fuera poco, la dosis de estiramiento vertebral te hace sentir más alta y poderosa, aunque esta sensación te dura sólo hasta que te cruzas con una de esas niñas de la ESO que miden dos metros y medio, coleta aparte. ¿Pero qué comerán estas criaturas?
 Hago yoga desde hace más de tres años y no renuncio a él por nada  Pero no quiero engañar a nadie: el yoga cuesta. Y duele. Vaya que si duele.  Y eso que al principio de empezar la clase te dicen que te tumbes en la esterilla y que sueltes toda tensióóóón y, hombre, eso está muy bien. Pero el tiempo y la práctica me han enseñado que cuanto más te dejan relajarte al principio en la esterilla, mayor es la crujida que te van a pegar luego. Uno de los ejercicios a los que más hincha les tengo son las abdominales. Tú te tumbas, te pones las manos detrás de la cabeza como si fueras a tomar el sol, y con una pata en alto, vas bajando la otra poquito a poco, mientras nuestra profe nos susurra, toda placidez:
-La cara relajada. Sólo trabajan los abdominales. La cara muuuy relajada.
Eso. Encima, recochineo. Normalmente una está a lo suyo y no se fija en los demás, pero con esa insistencia en la cara relajada, una vez sí me fijé. Todos y cada uno de nosotros teníamos una expresión tan relajada como si nos estuviesen arrancando las muelas sin anestesia, entre sordos "mmmpffffff" y "oooofffffgmmm". Porque tener una pierna en alto e ir bajando y subiendo la otra muuuuy despacito, que parece que no es nada, en la práctica es una tortura lenta. Y a día de hoy aún no he podido comprender cómo me pueden pedir que relaje la cara cuando estoy sufriendo como una bestia. A ver, mira, hereje. Me presento, soy el verdugo, para servirte, y te estoy estirando en el potro, pero oye, tú tranquila. Sólo te estoy descoyuntando los hombros, y las piernas, pero lo demás bien, así que quiero ver esa cara relajada. Nos ha fastidiado. Tengo, por muchos motivos, una fe absoluta en las virtudes del yoga, pero a veces pienso, un tanto mundana y prosaicamente, si el maravilloso bienestar que siento al terminar no será, al menos en parte, precisamente por eso. Porque se ha terminado. No es el mejor modo de animar a nadie a su práctica, lo sé. Y yo puedo tenerme por afortunada, porque nuestra profesora, que estudió con el mismísimo B.K.S. Iyengar en Puna, nos ha contado que este señor tenía la muy poco edificante costumbre de brear a varazos a los alumnos (preferiblemente occidentales) que no hacían bien las posturas. Así que ojito.
La receta de hoy me la dio mi prima Inma, y la hacía  Maruchi, nuestra tía. Ella vivía con su hermana Nati, la que murió hace unos meses, y era el hombre de la casa. Maruchi trabajaba en un estanco de Torremolinos y las faenas de la casa eran de mi tía Nati, que tuvo hasta el final de su vida unos horarios imposibles y la extraña costumbre de irse a hacer la compra a las dos de la tarde, de manera que cuando mi otra tía venía al mediodía de Torremolinos, se encontraba a veces con la comida aún sin poner. Y eran épicas las regañinas que le echaba a Nati, al más clásico estilo marido años cincuenta. Maruchi era muy guapa y muy graciosa, aunque también sacaba de paseo al genio con frecuencia. Los sábados se dedicaba a hacer repostería, y hacia mi piso subía un olor a bizcocho recién horneado que me transportaba directamente al paraíso. Entonces ella se asomaba al patio (todos nos llamábamos por el patio)
-Rocío ¿quieres bizcochoooo?
Y a mí me faltaba tiempo para bajar las escaleras, los peldaños de dos en dos, y llevarme en una servilleta un trozo de bizcocho recién horneado, tierno, tibio y con aroma a bebé recién nacido. Es un recuerdo ligado para siempre a las tardes de los sábados, quizás por eso yo también las suelo dedicar a esos menesteres. Maruchi nos dejó muy pronto, y al sacar las cosas de la casa que fue de las dos encontré montones de recetas anotadas en trozos de cartones de cigarros, en hojas de cuaderno, en cualquier trozo de papel disponible. Aquí los tengo, pensando en recopilarlas algún día. Quizás la vida de una persona se recoge en unas cuantas bolsas de basura, pero las recetas de cocina siempre son un nexo entre quienes las anotan y quienes posteriormente las siguen preparando. La cocina, siempre, es vida. Así que aquí queda ésta, como un minúsculo homenaje a ella y a las tardes de sábado de mi infancia.
Ingredientes:
-Cuatro manzanas.
-Cuatro huevos.
-Un vaso de leche
-Un vaso de harina
-Un vaso de azúcar.
-Una cucharadita de canela molida (el añadido es mío)
-Un bote de mermelada de melocotón (yo la puse sin azúcar)
Yo sustituí la harina por salvado de avena y el azúcar por sacarina. Estaba bueno, pero el salvado de avena, como ocurre con otros ingredientes sanos y virtuosos, tiene la cualidad de transmitir al producto una textura y un regustillo entre masilla de la pared y borra de colchón que no me termina de convencer. No os quiero engañar; la versión original está mejor.
Calentamos el horno a 180º. Mezclamos la harina, el azúcar y la canela en un cuenco y en otro batimos la leche y los huevos. Al batido le vamos añadiendo la harina y el azúcar, hasta integrar. Pelamos las manzanas y las hacemos láminas. Tomamos un molde redondo y sin engrasar ni nada ponemos un tercio de la masa batida. Ponemos una capa de manzanas. Otro tercio de la masa batida y otra capa de manzanas. El resto de la crema y por encima las manzanas que quedan. Y al horno una hora. Pasada una media hora, ver si las manzanas se están dorando demasiado y, si es así, le deslizamos una hoja de papel de aluminio por encima. Al terminar ese tiempo, cuando pinchemos con una brocheta y salga seco, ya está hecha. Ponemos en un cazo, a fuego suave, unas cucharadas de la mermelada de melocotón y un par de cucharadas de agua. Removemos y cuando esté más fluido lo apartamos del fuego y se lo ponemos al pastel por encima. Lo ponemos bajo el gratinador del horno hasta que se caramelice un poco.
Está exquisito de verdad. Lo malo es que a cuenta de la receta sana, trozo a trozo, te pones redonda como un chumbo... te lo digo yo.


Y a seguir otra semana batallando, cocinando, sufriendo y disfrutando. Lo que se viene llamando vivir, corrientemente. Pasadlo bien, y sed buenos, pero no demasiado. La santidad es algo extremadamente triste...
Feliz semana a todos.

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