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domingo, 14 de junio de 2020

ALCACHOFAS CONFITADAS

Está muy feo y hace muy cenizo que diga esto, pero lo digo. Odio la nueva normalidad. No me apetece para nada meterme en la playa, ni dentro de un bar, ni irme de fiesta. Desde el confitamiento, mi tendencia natural a evitar las aglomeraciones de (ganado) género humano no ha hecho más que aumentar. Hay muy poquitos congéneres a los que realmente eche de menos. Como he leído mucho durante la cuarentena, me he puesto al día de las modas en temas de desarrollo personal, que también las hay. Muchas de las más recurrentes nos las han traído los japoneses: la del orden, de la mano de la replicante Marie Kondo (sigo dudando de que sea humana), el ikigai, el shinrin-yoku y la de comer lo que aquí llamamos castizamente del siguiente modo:
-¿Te vienes el sábado a comer chuchi?
- Vale. Pero sin guasabi. Y yo me llevo una tortilla papas, que a mi Paco el chuchi le sienta como un tiro. (la conversación es real)
Respecto a lo del ikigai, para quien no lo sepa, aclaro que es así como llaman a tener un proyecto o propósito vital, algo que al parecer contribuye mucho a mantener una vida larga y saludable y que no es tan fácil de determinar. Aunque yo sí sé cuál es mi ikigai: es no volver a pegar ni golpe el resto de mi vida. Lamentablemente, no me es posible dedicarme a ello, por una serie de razones de orden práctico. Mecachis...
En lo tocante al shinrin-yoku, o "baño de bosque", trata de tirarse debajo de un árbol, de toda la vida, pero que ahora se han enterado ellos que es buenísimo para la salud física y mental. Estas criaturas, como veis, son un poco tardas en descubrir las cosas que hacen que vivir merezca la pena, pero desde luego tienen la virtud de ponerlo de moda. Todo lo que viene de Japón tiene un halo espiritual y cool que difícilmente puede alcanzar nuestro familiar y antiquisimo concepto mediterráneo de tumbarse a la bartola a la sombrita. La otra tarde estaba yo pensando que tengo un monte estupendo enfrente de mi casa y que desde que vivo aquí, habré subido cuatro veces. Me dio un antojo de shirin-yoku bastante apremiante, y me decidí a salir de casa en compañía de mi santo y del Curro, que era su hora del paseo. En vez de "baño de bosque", lo podíamos dejar más modestamente en "baño de matojo seco", pero para apañarse servía. Lo primero que descubrí es que ya había bastantes paseantes, con y sin perro, con y sin niños, disfrutando de la versión malaguita del concepto; vaya por Dios. Porque ya estaba ocupada la piedra que me gusta a mí, que es planita, cómoda y tiene una buena copa de árbol encima. Así que seguimos subiendo. Hay una vista de la ciudad muy bonita, que merece la pena. Pero el monte es lo que tiene, que va en cuesta. Si me sentaba ahí, me iba chorrando para abajo, lo cual difuminaba no poco el placer de las vistas y resultaba más bien molesto. Total, que sigues subiendo y te sigues resbalando con las piedras sueltas, problema que no parecían sufrir ni el Curro, ni mi santo (aunque él porque es de campo) Una, que es urbanita por la gracia de Dios, no ha nacido para estos menesteres y, de hecho, en los primeros días que aparecí por la casa del pueblo de mis suegros, lo primero que hice fue caerme rodando por un balate en cuanto puse un pie fuera del camino. Tengo un recuerdo difuso de mí misma dando vueltas de campana, con mi plumas y mis pantalones de pana rosa, a modo de merengue descomunal y rodante. Dice mucho en favor de mi suegra que consiguiera no reírse. porque el entonces aspirante a santo sí que lo hizo, vaya que sí. Pero el día éste del monte, al fin encontré un árbol a mi gusto y me senté debajo. Y se estaba muy muy bien. Cantaban los pajaritos, se mecían las ramas con el viento, y no tenías ni puñeteras ganas de moverte de allí. Pues van a llevar razón los japoneses. Yo no me quería ir. Y cuando al final, a regañadientes, empecé a levantarme, descubrí que es que no podía. Porque me había quedado pegada al arbolito. La resina, el primer Supergen fabricado por la naturaleza, había hecho de las suyas. Y no es que mi santo, siempre práctico, no me hubiera avisado. Así que me levanté rezongando, la bucólica atmósfera de pronto desvanecida. Su puñetera madre. ¿Quién me manda a mí irme a comulgar con la naturaleza, con lo cochina que es, habiendo sofás de Ikea en el mundo? Anda y que le vayan dando al chinrinllocu. Me vienen a la mente unos muy diferentes recuerdos de infancia, cuando (todavía) íbamos al campo los domingos, hasta que mamá, que era más de playa, consiguió imponer su criterio.
-Joaquín, ¿y ahí en ese secarral al filo de la carretera quieres tú que nos sentemos? Ya podías haberte metido un poco más con el coche. Que eres roñica hasta para conducir.
-Pero, hijita, si aquí se está muy bien... tenemos sombra.
-Lo que tenemos es un hormiguero como un demonio. ¡Ahí se va a sentar tu abuela la pelá!
A mí me daba igual. Me gustaban las hormigas, el calor y las hierbas chuchurrías. Me gustaba la tortilla de patata con tierra y me gustaba todo en general. Como suele ocurrir cuando eres pequeño. Luego vas creciendo y te vas volviendo tonto y te gustan cada vez menos cosas. Luego volvía a casa, quemada y aturdida por el sol, haciendo burla a los coches de atrás. Y siempre, cada vez, era el día más feliz de mi vida.
De todos modos, la naturaleza me sigue gustando bastante, aunque manche. Pero una ya va teniendo edad de llevarse una sillita plegable para estos menesteres...
La receta de hoy entra en la categoría "comerse el paisaje", como llaman a la ingesta de verduras los poco amantes de ellas. Aunque éstas es de las que hacen cambiar de opinión sobre este particular. Las alcachofas para mí, eran en mi período A.C. (Antes de saber Cocinar) una cosa coriácea, más parecida a una valla de espino que a algo mínimamente digerible, y que sólo comían las madres, que eran las que estaban a dieta, y las únicas que sabían convertir aquello en algo que se pone en un plato. No era el caso de mami. Yo creo que ella pensaba que las latas de corazón de alcachofa crecían en algún árbol, así que yo aprendí a prepararlas siendo ya bien talludita. Y ahora me encantan. Forma parte del hecho de hacerte mayor: llegar a esa edad en que te gusten las alcachofas, el brócoli y las canciones de Sergio y Estíbaliz. Quién me lo iba a decir.
Ingredientes:
-10 o 12 alcachofas.
-Agua con un buen chorro de limón
-Un litro de aceite (luego se puede utilizar para otros guisos)
-Dos o tres ramas de perejil.
-Dientes de ajo al gusto.
-Una hoja de laurel
-Sal y pimienta en grano.
Se limpian las alcachofas, quitando las hojas duras, cortando las puntas y vaciando las pelusillas. Los tallos se pelan y se usan también. Se van poniendo en un bol con el agua y limón, para que no se pongan negras.
En una cacerola se echa el aceite, las alcachofas escurridas y los demás ingredientes, y se pone en un fuego lo más lento posible, al mínimo. No debe llegar a hervir en ningún momento. Y se tienen así 2-3 horas. Yo lo hice en mi superolla de cocción lenta (parte de mis trescientos mil cachivaches culinarios; pero éste lo uso) que es única para confitar.
La textura que se logra es increíble, se deshacen literalmente en la boca y están maravillooooosas... de zamparte una barra de pan entera con el aceite, que le suele quedar lo suyo, aunque lo escurras.

Cuidémonos mucho, porque no, no volvemos a un mundo mejor. Volvemos a un mundo igual de absurdo y de inconsciente, en el que tenemos que encontrar un huequecito donde estar medio cómodos. Ya es más que suficiente.
Feliz semana a todos...

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