Buscar este blog

miércoles, 18 de marzo de 2015

POTAJE DE VIGILIA. Y de cómo el mundo se libró del apocalipsis al volante: yo.

Cuando nos íbamos a mudar, de una zona de Málaga muy cercana al centro, a otra que lo está algo menos, decidí que ya era hora de acometer la siempre postergada tarea de sacarme el carnet de conducir. Porque la idea no me ha interesado nunca demasiado: en mi familia a nadie le gustaba conducir, y creo que arrastro cierto trauma infantil en ese sentido. Mi madre no conducía, y mi padre era un verdadero kamikaze al volante. Era de esos conductores nerviosos e indecisos que siempre frenan y aceleran cuando no deben, entre múltiples: "ay, Dios mío, Dios mío". Con lo cual siempre iba yo con el corazón en un puño. Milagrosamente alguien miró por nosotros en las altas esferas, porque, aunque estuvimos a punto de pegárnosla varias veces, nunca nos llegó a pasar nada.  Lo cierto es que a papi le llovían los claxons y los improperios. Era demasiado prudente para contestar, pero para eso llevaba de copiloto a la leona de Castilla, doña Pepa, que suplía su falta de ciencia automovilística con sabrosas interpelaciones a los impacientes, sacando toda la cabeza por la ventanilla del Seílla:
- ¡Que te esperes, leche! ¡Digo, el tío, la bulla que lleva! ¿A dónde irás tú, con esa cara de torta que tienes?
- Pepita, por Dios...- suplicaba papá, cada vez más nervioso y más atocinado.
- Por Dios, ¿qué? ¡¡¡A ver si se cree ése que la carretera es nada más para él!!! ¡Tú, tú, tú! ¡¡¡¡Cateto!!! - decía señalando al interfecto para que no quedase ninguna duda, mientras yo me agachaba en el asiento queriendo desaparecer bajo tierra, muerta de la vergüenza.
Eran esos tiempos de las raquíticas carreteras nacionales, y de coches poblados con dieciocho niños, varios de ellos en el maletero, la abuela haciendo punto, el perro suelto por allí y el equipo del Rayo Vallecano, que estaba haciendo autoestop. Para más inri, mi padre cogía muy poco el coche, porque a diario no lo necesitaba, y había fines de semana que tampoco, así que nunca pulió sus aterradoras maneras al volante. Muchos años después, a mi entonces novio y a mí nos tocó la papeleta de ayudarle a sujetar un colchón que tenía que entregar de la tienda que teníamos. Subimos el colchón a la baca del coche. Mi novio dijo entonces:
- Ya está, Joaquín. Veme alargando los "pulpos" para que lo sujete por aquí (Ya sabéis, esas gomas con ganchos que se utilizaban en estos menesteres)
- ¿Pulpos? ¿Qué pulpos? Yo no uso de eso. Ten, agarra de aquí- y le iba tendiendo unas cuerdecillas cochambrosas, que hacía atando tiras sobrantes de tela de colchón: por decirlo piadosamente, papá era muy ahorrativo.- Ya cojo yo por este lado.
Nos subimos al coche. A los pocos metros, el colchón empezó a escorarse por mi lado.
- Nena, saca la mano y empuja el colchón, que va torcido.
Operación que hubo que repetir varias veces, porque el colchón no se estaba quieto. Por este motivo, papi iba a quince por hora. Teníamos detrás una cola que ni la del entierro de la sardina, y nos iban llamando de todos menos bonito, y matándonos a bocinazos. Mi ahora marido (porque no salió huyendo ese día: eso es amor verdadero) iba empujando por un lado, yo por el otro, con mi padre sudando y murmurando: "qué barbaridad...qué barbaridad". Tras lo que me pareció una vida entera, llegamos, los tres, y el colchón, sanos y salvos, a nuestro destino. Gracias a Dios.
Me acordaba de todo esto cuando me matriculé en la autoescuela. Aunque yo no iba a ser como mi padre. Qué va. Así que empecé mis clases teóricas, que tenían hasta su gracia, aprobé sin mayor historia, y empecé las clases prácticas. Ahí era ya otra cosa. Me sacaron a la explanada de Martiricos donde han aprendido a guiar todos los conductores de Málaga, y yo me hacía un lío de palancas, que me hacían falta un juego extra de brazos y piernas para dominarlas todas. Además, siempre tenía el mismo árbol estorbándome por delante: yo no sé cómo lo hacía. El profesor, muy indulgente esa primera vez, decía:
- Bueno, eso os pasa a todos al principio......
 Infeliz. No sabía lo que le reservaba el cruel destino, qué malos ratos le di al pobre hombre. Porque después de ese día hubo otros. Muchos otros. A cuál peor. Yo iba siempre con la cara pegada al volante, sufriendo como una condenada en el corredor de la muerte. Incorporándome a la autovía a treinta por hora. Equivocándome sistemáticamente al seleccionar carril. Equivocándome, de hecho, en cualquier cosa que pueda hacer un conductor. Cuando terminaba, el profesor me decía, con el hilo de voz que le quedaba después de gritarme toda la hora:
- Oye, que ya hemos llegado.
- Sí.
- Que digo yo, que puedes soltar el volante. Si no tienes inconveniente, vamos.
- No puedo. Se me han agarrotado los dedos y se me han quedado pegados.
Me llevaba unos minutos soltarlo, dedo por dedo, palabra de honor. Me agarraba a él como si fuera mi salvación. Para terminarlo de arreglar, me había quedado embarazada de mi segundo hijo, y si iba asustada antes, estaba aterrorizada ahora. Añádase a esto la querencia que yo tenía a pegarme a los coches, que el día que me estaban enseñando a aparcar, enganché para afuera y disloqué de cuajo los espejos retrovisores de TODA la fila que tenía al lado, y en la que pretendía, ilusoriamente, hacerme un hueco. El profesor salió escopetado del coche:
- ¡¡¡¡NOOOOO!!!! ¿¿¿QUE HACES???
Echaba espumarajos por la boca. La criatura.
- Huy, perdón. Es que no he calculado bien lo del arrime....
Y allí estaba él, poniendo derechos todos los espejos,  mirando que no nos hubiera visto nadie, y acordándose de mis muertos más frescos. Luego se sentó un rato en el coche, a respirar y a secarse el sudor con un pañuelo, pobrecillo:
- ¡Conseguí enseñar a conducir a aquel juez que era tan torpe! ¡Y a una señora con setenta años! ¿Y no lo voy a lograr contigo?
Pues no. No lo logró. Cuando me tocó examinarme, ("porque te tendrás que examinar alguna vez"), iba lastrada con un barrigón de siete meses, más bien largo de talle. Me senté al volante. Arranqué.  Empecé a conducir, por llamarlo de algún modo, y me dieron un frenazo de repente.
- Se ha saltado usted el semáforo en "rojo".- silabeaba entre los dientes apretados el examinador.
Y yo firmé mi definitiva sentencia de muerte al preguntar, con todo mi cuajo:
-¿"Qué" semáforo?
Me bajé del coche y ahí terminó mi carrera de peligro al volante. Porque me llamaron después para volverme a examinar. Y mi niño ya había nacido y yo no pegaba ojo por las noches. Y de pronto me importaba un pito aprender a conducir. Así que hasta hoy hemos llegado, y cuando paseo por la calle, voy pensando a veces en todas esas criaturas que se cruzan conmigo y a las que "no" me he llevado por delante. Y sé que hice lo correcto. Colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
Y ahora os pongo una receta de temporada, sanísima, para compensar el viaje de chocolate y huevos que os di la semana pasada.
Ingredientes: (Sale para servir cuatro o cinco veces a 4 personas, yo lo hago en esa cantidad para congelar, en dos ollas)
- Un kilo de garbanzos.
-Dos manojos de espinacas o dos bolsas de espinaca limpia. También nos vale congelada.
- Un kilo de bacalao salado.
- Una cebolla.
- Un pimiento verde.
- Una lata de tomate triturado.
- Una cabeza de ajos.
- Dos puerros.
- Una gundilla o dos (opcional)
- Una pastilla de Avecrem.
-Aceite.
- Un pellizco de pimienta molida.
- Un pellizco de comino
- Un pellizco de clavo.
- Una buena cucharada de pimentón.
- Una cucharada de pasta de pimiento choricero (opcional).
-Una tira de alga kombu (opcional) La venden en las herboristerías o tiendas de alimentación natural y da al guiso muchas vitaminas, además de hacer que las legumbres se ablanden antes.
Primero tendremos el bacalao a desalar en trozos durante 48 horas en la nevera, cambiando el agua cada 12. La noche antes de preparar el potaje, ponemos los garbanzos en remojo.
 En una olla, se pone el bacalao a hervir, unos diez minutos, hasta que veamos que se abre y la espina se separa. Sacamos, escurrimos y reservamos el agua de cocción, que colaremos. Hacemos un sofrito con un fondo de aceite, el pimiento, el tomate, la cebolla, los ajos y los puerros, ya sea pochando en la sartén y triturando con la batidora, o en la Thermomix poniéndolo 10 minutos, 100º, vel. 8. Ponemos en las ollas los garbanzos y las espinacas, el sofrito, las especias, el alga kombu, la carne de pimiento choricero y las guindillas, si se usan y agua que lo cubra todo, usando para esto el agua del bacalao y completando con agua caliente. Ponemos a cocer unas dos horas, dependiendo de lo que tarden los garbanzos en ablandarse. Y quienes uséis olla a presión del modo que acostumbréis. Mientras, iremos limpiando el bacalao de espinas y pieles, y ya a mitad de la cocción lo añadimos. Haciéndolo así en vez de ponerlo todo junto desde el principio nos ahorramos encontrarnos el pellejo y las espinas incordiando en el potaje, y queda mucho más limpio y agradable de comer. Cuando falte una media hora, diluimos la pastilla de Avecrem en un poco de agua caliente y lo añadimos. Al final rectificamos de sal. Y ya lo que nos queda es encontrar recipientes para congelar todo ese viaje de garbanzos. Bon appetit.

De vigilia y, sin embargo, rico....

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.