Me encanta la primavera. Me mata la primavera, con sus vertiginosas subidas y bajadas de temperatura, que me descolocan el organismo y me convierten en un ser intelectualmente amorfo. A pesar de mi estado de estupidez, así que voy caminando me doy cuenta de lo bonita que está mi ciudad. Florecen las jacarandas en las plazas, florecen las obras, legales o no, en la vía pública y florecen los guiris en las terrazas, hechos a la plancha. Málaga está tomada por hordas de cruceristas enloquecidos, ávidos de sol, tinto de verano, pescaíto y tinto de verano nuevamente. Procuro apartarme de su camino: si te rodea un rebaño de estos y vas con prisa, date por muerto. El que está de turismo camina lentamente, como si estuviera realizando un trámite administrativo ante la Junta. He terminado las gestiones que tenía que hacer, el airecillo cálido me da un bajón horroroso y voy arrastrándome con mis bolsas hasta la cabecera del autobús. Me siento al fondo. Qué felicidad. Se sube más público y un señor viene a sentarse a mi lado. Lo primero que hace es recolocarse la chaqueta, el móvil, el pañuelo de bolsillo y la cartera, con lo cual, de entrada, ya me ha propinado seis codazos con el codo fronterizo. No parece haberse percatado de que está sentado al lado de un ser humano: en lo que a él respecta, si no transparente, soy inerte como un saco de patatas. Impresión que se confirma cuando, acto seguido, empieza a desbordarse por los lados. Vaya por Dios. Me ha tocado un vecino de la categoría pasajero en expansión, como el Universo. O pasajero esparramao. Y no tanto por el tamaño de sus posaderas, (aunque respetable), sino por su decidida voluntad de ponerse cómodo, como si estuviera en el sofá de su salita. Dentro de nada me va a pedir un cafelito con una torta Inés Rosales y las zapatillas. Abre las piernas, se retrepa, y ya me ha invadido medio asiento. Suspiro. Voy a tener que recurrir a los conocimientos prácticos que adquirí en mis años de Facultad, cuando tenía que coger el once para ir y venir del Palo dos veces al día, en hora punta. Además, hoy llevo un bolso muy adecuado: está protegido con unas afiladas cantoneras de latón y cuando mi marido pasea a mi lado, se tiene que cambiar, porque, como nos queremos mucho y andamos muy juntitos, le dejan aradas todas las costillas. Prudentemente yo había puesto el bolso en el regazo para no molestar a nadie con él, pero tratándose de lidiar con un penco de la categoría del que tengo al lado, todas las armas están permitidas. Así que me pongo el bolso a la derecha, en la frontera, y voy empujando disimuladamente en su dirección. Como hacen en el campo para correr una mijilla para allá las lindes. Al no obtener respuesta motriz alguna, sigo empujando hasta que le incrusto el bolso enterito en el brazo. En ese momento se gira en mi dirección. Yo estoy mirando al frente con cara de haba, aparentemente inmersa en inocentes pensamientos. Al cabo de un rato, me mira de nuevo, yo esbozo una educada sonrisa de circunstancias y aprieto otro poco. Siento cómo cede terreno y se repliega a sus posiciones. Siempre funciona. Siempre. Y nunca nadie me ha dicho ni una palabra. Y si me la hubieran dicho, ya le hubiera yo hecho notar al centollo en cuestión que, huy, usted perdone. Es que estoy tan estrecha aquí, que se lo he clavado sin querer. Sin querer más que tatuarle mi nombre en el esternón. Corazón mío.
Al poco rato se levanta, me dedica una mirada bastante asesina y se larga. Me dan ganas de ponerle la zancadilla, pero no abusemos, creo que ha sido suficiente. Tanta gloria lleves como descanso dejas. Por fin....
He hecho esta receta del libro "Jamie& Friends", de postres. Me encantan las recetas de Jamie Oliver, al que puedo perdonarle que siendo inglés sea también cocinero (bonito oxímoron), porque es de ascendencia italiana. Y hace cocina mediterránea principalmente, con incursiones en la cocina de otras zonas como Oriente Medio, como es el caso. Esta receta abunda en frutos secos, que dan muchísima energía, cosa que necesito con urgencia. Está buenísimo, y si alguien se anima, ahí va la receta:
Ingredientes:- 125 gramos de mantequilla fundida y un poco más para engrasar.
- 200 gramos de nueces pìcadas.
- 200 gramos de pistachos picados, y un poco más para adornar.
- 75 gramos de azúcar moreno.
- 1 cucharadita de canela molida
- 150 gramos de azúcar
- 2 huevos grandes.
- 1 paquete de pasta filo.
- 75 ml. de miel.
- El zumo de un limón.
- 2 cucharadas de agua de azahar.
- Yogur griego para acompañar. Opcional, pero altamente recomendable.
Precalentar el horno a 170º y engrasar una fuente de horno rectangular. En un bol, mezclar los frutos secos, el azúcar moreno y la canela con 50 gramos del azúcar normal. Incorporar los huevos batidos con 100 gramos de la mantequilla fundida y reservar.
Volver a fundir la mantequilla restante para ir pintando la pasta filo con una brocha de repostería. Ponemos la primera capa, pintamos, ponemos la segunda, volvemos a pintar, y así hasta acabarla. Es importante que cuelgue por los lados.
Remover la mezcla de frutos secos y verter sobre la pasta filo. Doblar la masa que sobra por los lados, de manera que haga como una solapa por encima, sin llegar a cubrir del todo. Cocer en el horno 45 minutos, hasta que esté crujiente.
Mientras se cuece el pastel, colocar el azúcar restante en un cazo con la miel, el zumo de limón y 100 ml. de agua. Llevar a ebullición y luego cocer a fuego lento 5-10 minutos, hasta conseguir un jarabe no muy denso. Retirarlo del fuego, agregar el agua de azahar y dejar enfriar. Sacar el pastel del horno y rociar sobre él el jarabe de miel. Dejar enfriar del todo y luego servir con los pistachos reservados y una cucharada del yogur griego a un lado. O a los dos lados, vamos.
Lo pruebo y el día queda atrás, por muy horrible que haya sido... Merece la pena. A reponer fuerzas, que hay que ir sacando la ropita de verano.
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