Todos los años, cuando ya iba entrando noviembre, las madres del colegio nos dividíamos entre las que estaban encantadas ante la proximidad de la función de Navidad del colegio y las que estábamos aterrorizadas ante la proximidad de la función de Navidad del colegio. Porque siempre llegaba el día en que tu niño venía muy contento a decirte:
-Mamá, este año en el colegio me toca hacer de......
Me echaba a temblar, de verdad: le podía tocar hacer de cualquier cosa. La desatada creatividad de las señoritas de mis niños rozaba niveles paranormales. Que lo digo desde el cariño, oye. Pero es que ya no es suficiente con que tu niño vaya de pastor con su zambomba, cuando el tema se reducía a comprarle un gorro nuevo, o unas polainas, en caso de aumento de perímetro craneal o de pantorrillamen. No, hijos. Ahora, te podía tocar vestir a tus niños de mantecado de Estepa, de guardia civil del siglo XIX, -ojo al dato, que esto es verídico; por suerte no nos tocó-, o de Doraemon, el gato cósmico. Qué sé yo. Y te tenías que esperar a que el niño se fuera a merendar para darte cabezazos en la pared y acordarte en voz alta de la madre de la señorita, de su tía de América y de toda su celestial parentela: ¿es que la mujer no tenía otra cosa que hacer que marearnos más cada año? La sección de Madres Encantadas con la Fiesta era, normalmente, la de las que sabían coser y le hacían a su niño una maravilla de traje de lo que sea, o tenían todo el tiempo del mundo para recorrerse tiendas y /o modistas que te hicieran el apaño. Por suerte, aunque entonces no había grupos de watsapp, estaban los grupos de corrillo presenciales de toda la vida, y sólo con que te fueras a recoger al niño un poco antes de la hora de la salida, y pegases la oreja, obtenías muy valiosa información sobre tiendas, precios y demás. Para mí, todo el asunto resultaba ser una pesadilla. Mi doña Pepa ya no cosía, y lo mismo que no heredé un millón de euros y una casa en Marbella, tampoco heredé sus manos para la costura. Así que mi salvación fueron los Carrasquilla y los chinos, que tienen de todo, benditos sean.
Un año, eligieron a uno de mis hijos para hacer de San José, ya que al ser de los más altos de la clase se le veía muy bien. Hacer de San José era muy cómodo, porque no tenía más que posar con su brazo echado en actitud protectora sobre la Virgen y mirar al tendido con cara de jarrón. Pero mi niño se hizo objetor de conciencia, aduciendo que "nadie" le iba a obligar a echarle el brazo por encima a "una niña". A esa edad de ocho o nueve años, entre el sector masculino de la clase, decir "una niña" no era mucho mejor que decir "un piojo". Y la que hacía de la Virgen alegó, por su parte, que a ella no le apetecía nada tener un niño Jesús y que le doliera la barriga "horas y horas" hasta que naciera, demostrando estar muy bien informada. Total, no hubo química entre los actores, que al final terminaron de pastorcitos de infantería y va que chuta, siendo sustituidos por miembros del elenco menos pamplinosos. Las cosas como son.
Otro año le tocó vestirse de cerdito de los Tres Cerditos, porque ese año era que los personajes de los cuentos clásicos iban a adorar al niño Jesús. Tras recorrerme Málaga entera, encontré un sitio donde había un disfraz de gorrino tipo pijama- manta rosa con su rabo enroscado, tan horroroso que se me saltaban las lágrimas. Además, antes de empezar, al niño "se le" partió el alambre del rabo, misteriosamente y llevaba la colita lacia, lo cual hacía un efecto rarísimo. Y como desde la sección de atrezzo nadie se había preocupado de coordinar la vestimenta de los tres cochinos, pues iba cada uno de su padre y de su madre: uno más bajito parecía un cerdo vietnamita (o "dinamita", como dicen en el pueblo de mi marido), el otro, que era un niño morenito y más bien de buen año, un pata negra, y el mío, el pata blanca de Trevélez, con su cola cabizbaja. No me acuerdo de lo que pasó con el lobo. Creo que huyó despavorido. Nadie habría podido reprochárselo, sinceramente.
En otra ocasión el pequeño tenía que ir disfrazado de miembro de panda de verdiales. Porque ese año eran los personajes folklóricos locales los que iban a darle la paliza al pobre niño Jesús. Este solía ser algún bebé nacido ese año entre la comunidad educativa o la de padres de alumnos, y el año que no se había animado ningún valiente, pues alguien traía un Barriguitas y santas pascuas. En fin, ese año en la familia me prestaron un sombrero de verdiales. De perímetro respetable. Mi niño tenía tres años y causaba cierta perplejidad ver a un crío tan pequeño bajo aquella especie de trompo adornado de cintas multicolores. Más que un niño, parecía una piñata mejicana con piernas, qué lástima. ¿No querían verdiales? Pues toma verdiales. Porque mi niño, no, pero el sombrero, verse, vaya si se veía. Total, que se subió al escenario la mar de contento, pero le entró miedo escénico y en medio de la actuación vi como abría su boca en un enorme y silencioso ¡¡¡MAMÁÁÁÁ!!! y se ponía a llorar desconsolado, pobrecito mío. Su señorita le dio un pandero y se le pasó el berrinche, pero a mi me dio muchísima penita.. Pues, además, el día de la función yo siempre me emocionaba de verles, tan pequeñitos y tan monos, haciendo su papel con tanto sentimiento, y ello a pesar de todos los padres, madres y abuelos/as cenutrios que se ponían de pie a sacar fotos y a hacerte la puñeta, berreando en medio de la actuación: ¡¡¡PALOMA VANESA, MIRA PACÁ, QUE TE ESTAMOS VIENDOOOO!!! Incluso estas cosas las terminas añorando con el paso del tiempo. Incluso éstas, aunque entonces no lo hubiera creído. Jamás.
Vuelvo al presente. Y qué de agua hemos tenido. Por fin llega el tiempo de algo de fresquillo, de esos días en que te vuelves muy vaga y sólo tienes ganas de quedarte en casa con un vasito de leche y unas galletas y que no te den mucho la murga. Estoy muy antojona.... unas galletitas bien crujientes con sus pepitas de chocolate. Gracias a Dios, ahora ya puedo tener los antojos que me dé la gana; porque es bastante improbable que sean indicios de aumento del censo familiar. No todo va a ser malo cuando cumples años. Lo curioso es que a mí me dan los antojos de hacer cosas, pero luego casi ni las pruebo. Si yo me comiera todo lo que hago, ya me habría quedado atascada en la puerta de la cocina al querer salir, como Winnie the Pooh en el hueco del árbol del panal de miel. En fin, me pongo a hacer las galletas, y aquí las tenemos.
Receta:
-200 gramos de azúcar moreno
-1 paquete de pepitas de chocolate.
-1 huevo.
-200 gramos de mantequilla fría.
-250 gramos de harina de repostería.
-1 cucharadita de bicarbonato, bastante escasa.
-1 cucharadita de extracto de vainilla
Nos lavamos muy bien las manos. Ponemos todos los ingredientes secos en un cuenco grande. Cortamos la mantequilla en trocitos y los ponemos por encima. Amasamos la mantequilla con lo demás hasta sacar una especie de migas y añadimos el huevo y la esencia de vainilla. Mezclamos bien.
Cogemos un trozo de papel film y hacemos una especie de rollo con la masa, la envolvemos y la ponemos en la nevera un par de horas. Mi rulo tiene el calibre de un bate de béisbol, porque soy muy impaciente y ya estoy harta de amasar. Pero como seguramente no vais a ser tan brutejos como yo, no tenéis más que seguir estirando el asunto hasta que salga más fino. Pasado este tiempo, se precalienta el horno a 180º, se forra la bandeja con papel de horno y se saca el rulo de masa. Lo cortamos en rodajas (calibre mollete antequerano, las mías), que vamos poniendo en la bandeja, procurando tengan cierta distancia entre sí, porque, además, crecen. Horneamos unos 20 minutos, sacamos y dejamos enfriar sobre una rejilla. Deben verse doradas y no importa si se ven algo blandas, luego se endurecen al enfriarse. Saben incluso mejor pasados dos o tres días.
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Qué bonicas y qué hermosas me han salido. Grande, ande o no ande. |
A veces necesitamos una tregua de la batalla que libramos todos y cada uno de los días de nuestra vida. La leche y las galletas son una excusa como cualquier otra. Y sienta tan bien......
Buen miércoles a todos.
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