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miércoles, 17 de febrero de 2016

TARTA GUINNESS. El vicio elevado a obra de arte.

Hoy traigo, algo adaptada, una receta que, en un rapto de genialidad, han introducido en el acervo culinario familiar, con ocasión del último despiporre navideño, José Antonio y Erika, receta que procede a su vez del blog de Isasaweis. Gracias, Jose. Tu tía se siente profundamente reconocida. Porque yo tenía idea de que la cerveza negra iba bien para hacer pan, pero no pensaba que funcionase tan bien en un bizcocho, ni que realzase de este modo el sabor del cacao. El resultado merece sin duda la pena.
 Allá en mi lejana juventud, la cerveza Guinness era una de esas cosas que yo solía pedir en los bares, porque quedaba muy irish y muy guay, antes de descubrir que más bien me sabía a jarabe para la tos caducado, y que lo mío era la Victoria bien fresquita. Me pasaba igual que con el tabaco. El tabaco era asqueroso, pero imprescindible para una mujer de mundo de catorce años como yo. Salías del colegio de monjas femenino, hecha una infeliz, y de pronto pasabas al instituto y se te iba un poco la olla. En el insti muchos profesores te dejaban fumar en su clase, porque era la época progre y no te controlaban, cada uno tenía derecho a la libertad individual. Era como pasar de la tele en blanco y negro a la tele en colores. Nos juntábamos entre varias para comprar un paquete de Fortuna mentolado absolutamente repugnante y hacíamos estupideces como dar una calada y decir:
-La mujer que sabe fumar echa el humo después de hablar.
Para a continuación echar el humo y los pulmones detrás, porque nos poníamos malísimas de morirnos. Las más listas no repetían la experiencia. Las más brutas, entre las que se cuenta vuestra segura servidora, perseveramos hasta coger el hábito. Cuando un tonto coge una vereda..... ya sabéis.
En casa, papá fumaba un tabaco inglés horroroso, el Craven A, que parecía paja de establo ligeramente triturada y que venía en unas latitas cuadradas rojas monísimas. Pues para que fumase menos, recuerdo que mi madre le cogía las latitas y le iba sacando cada día dos o tres cigarros, que escondía en una sopera de cerámica portuguesa que había en el salón. De lo cual yo me congratulaba, porque muy pronto descubrí el zulo y empecé a arramblar con los cigarros que encontraba allí. Tabaco gratis, ahí es nada. Así que a mami le salió el tiro por la culata. Doña Pepa no fumó jamás, pero hubo algún día en que, a cuenta de algo que hubiese dicho o hecho mi padre, se la guardaba y le recibía al volver él de la tienda emulando a Sarita Montiel, tumbada en la chaise-longue (cuya versión doméstica era aquel sofá de terciopelo sintético que daba tanto calor en verano y tanta grima en cualquier época del año), hecha una odalisca con su bata de boatiné y sus rulos en la cabeza, y fumándose un cigarro ostentosamente, con mucho floreo de manos y sopladas de humo, porque, por supuesto, no sabía tragárselo. Mi desprevenido padre entraba en la salita como quien se encuentra a un extraterrestre:
-¿Qué haces, Pepita?
-Pues aquí. Fumando.
-Pero si tú no fumas.
-Pues ahora sí, prenda. Y la cena te la pones tú.
Papá se iba echando las muelas, porque no soportaba ver fumar a mi madre, cosa que la muy malvada sabía perfectamente. Fumar era un vicio de artistas o de mujeres malas. Cuando yo asistía a esta tierna escena, ya sabía que equivalía a ruido de sables, y recordaba de pronto que tenía que ir a pedirle unos apuntes a una amiga, o a comprarme un paquete de chicles, o a orearme por ahí un buen rato, en definitiva. Curiosamente, a papá nunca pareció importarle mucho que fumase yo, porque iba a ser abogada y lo de fumar asumía que iba dentro del lote de mujer moderna y estudiada. Pero que lo hiciese su señora, era hacer temblar los pilares de la civilización y no digamos la siempre precaria paz conyugal.
En fin, yo seguí fumando un tiempo, hasta que empecé a adquirir cierto fundamento y a pensar en dejarlo. Un día que estaba con mi hermana en su casa, decidimos dejar de fumar en ese momento y, en un rapto de entusiasmo, sospecho que algo etílico, tiramos los paquetes de tabaco y los mecheros por la terraza. Mi hermana vive en un décimo piso y media hora después, recobrada cierta lucidez, y con ella el pánico del adicto, andábamos las dos en la zona ajardinada de abajo buscando como posesas el tabaco, con la ayuda de una linterna que nos había prestado mi sobrino. No lo encontramos. Al parecer, a algún fumador necesitado le cayó ese día el vicio del cielo, haciéndole sin duda muy feliz. Comprendí que tomar la decisión de abandonar un hábito requiere cierto estado mental muy diferente, del que, por el momento, yo no disfrutaba. Pero años después, un día que llegaba tarde a un juicio, subí corriendo las escaleras, pues el ascensor, imbuido del peculiar ritmo del tiempo de los juzgados, no bajaba ni a tiros, y de pronto me caí sentada de culo en un tramo, asfixiada y boqueando en busca de aire como pez sacado del agua. Un señor broncoespasmo que me asustó lo suficiente para hacerme dejar el tabaco hasta el día de hoy, hace ya veinticinco años de vellón. A la semana de dejarlo, mi olfato y mi paladar parecieron despertar de un largo sueño, me levantaba ligera y con energía y, en resumen, me sentía la criatura más desgraciada que había sobre la capa de la tierra. Eso sí, la comida me sabía buenísima. Tanto, que llegó el momento en que mi doña Pepa me lanzó una de sus temibles miradas de arriba abajo y sentenció, con la diplomacia que siempre caracterizó sus manifestaciones:
-Nena, te estás poniendo como una zambomba.
Yo pensé, muy dolida, que exageraba; pero cuando la gente que conocía empezó a darme la enhorabuena por mi embarazo, cuatro años antes de que éste tuviera realmente lugar, reuní valor de donde pude, me pesé, y me encontré con que había engordado en un año la friolera de once kilos. Por suerte, éstos desaparecieron. En cambio, me volví una yonki de los caramelos Ricola sin azúcar. Lo cierto es que el que ha dejado el tabaco es ya, para siempre, un fumador que no fuma. Y durante muchos meses, cuando alguien pasaba fumando a mi lado, yo iba detrás aspirando el olor, flotando en su estela, como en los dibujos animados, y todavía sueño, de vez en cuando, que me enciendo un cigarrito. Qué malo es el vicio. Qué malo.
Con los años he sustituido el del tabaco por el de la cocina. En conjunto, considero que he salido ganando...
Aquí tenéis la receta del invento.
-250 ml. de cerveza Guinness,
-250 gramos de mantequilla
-75 gramos de cacao puro en polvo
-300 gramos azúcar
-250 gramos de harina leudante.
-Una cucharadita de azúcar avainillado.
-Una tarrina de queso de untar.
-Dos huevos
-100 gramos de azúcar glas.
-350 ml. de nata de montar.
-Algo más de cacao en polvo para espolvorear.
Precalentar el horno a 180º. Calentar a fuego medio la cerveza en un cazo y añadir la mantequilla, removiendo hasta disolver. Reservar. Mezclar en un bol todos los ingredientes secos, menos el azúcar glas. En otro bol, batir 150 ml. de la nata y los dos huevos. Añadir la mezcla de cerveza y mantequilla, y remover. Mezclar con los ingredientes secos y batir. Poner en un molde redondo engrasado y meter al horno durante 50 minutos a una hora, hasta que el bizcocho esté cocido.
Sacar, desmoldar y enfriar.
Batir el resto de la nata con el azúcar glas y la tarrina de queso y el azúcar avainillado y verter por encima del bizcocho. Poner el cacao en polvo en un colador e irlo esparciendo por encima.

Si hay que tener un vicio, mejor que sea éste. Pero conservad siempre alguno: la gente sin debilidades tiene algo de inhumano. Y además, no hay quien las soporte.
Así que a pecar con alegría...

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