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miércoles, 27 de abril de 2016

HOJALDRES DE ASTORGA. Y la importancia del nombre propio.

Esta semana, entre mis quehaceres profesionales, me ha tocado negociar la retirada de una cláusula suelo con un banco. Verdaderamente, no puedo imaginar qué horroroso pecado de alguna vida pasada puedo estar expiando. Porque, vamos, si ésta era la otra opción a reencarnarme bajo la forma de cucaracha volantona, casi que me lo hubiera replanteado. Sobre todo, porque cuando finalmente he recibido la propuesta del banco por escrito, es aún peor de lo que imaginaba. Me ofrecen quitar la cláusula durante once meses. Y mi cliente tiene que comprometerse a retirar la demanda interpuesta y a renunciar al reintegro de las cantidades pagadas de más. Y si me descuido, le hacen fregar los suelos de la sucursal con jabón verde y hacerle la manicura francesa al director de la entidad, en muestra de eterno agradecimiento por la generosa oferta recibida.  Me miro al espejo: tengo mi cara de todos los días. Honradamente, creo que hoy no tengo una especial cara de panoli que justifique haber recibido semejante proposición. Finalmente opto por no tomármelo como algo personal. Los escorpiones te pican. Las ortigas te escuecen. Los bancos te ponen cláusulas suelo. Y la primavera, que me encanta, también me mata. Cada mañana, tras el desayuno, me meto en vena jalea real, una cucharada de moringa, isoflavonas de soja para esto y cápsulas de ajo para lo otro, y no sé si me dejo algo. Y me echo a la calle, con la sensación de arrastrar tras de mí, bien amarrada al cuello, una roca de veinte toneladas. Y salgo a un mundo donde los pajaritos cantan, todo el mundo parece muy contento y, por estas fechas, me hacen, año tras año la misma pregunta. ¿Vas al Rocío? Hay un número de personas considerablemente elevado que creen que si te llamas Rocío, te tiene que gustar el Rocío. Qué poca imaginación hay por el mundo. Y que se sorprenden muchísimo cuando les contestas que, por diversos motivos que no hacen al caso, antes te dejarías arrancar tus veinte uñas una por una, con unos alicates del quince. Que no se me ofendan los rocieros acérrimos por lo que sigue; pero lo que me viene a la memoria es que hay un sábado al año que me despiertan los cohetes a las siete de la mañana y no podemos acercar el coche para hacer la compra en el mercado, porque el centro está cortado para que pasen unas carretas donde hay un montón de ciudadanos entregados frenéticamente a la tarea de cortar jamón. Y encima no nos ofrecen, que es lo que más me duele. Eso ya es puro recochineo. Los nombres, con frecuencia, no hacen justicia a la persona. Yo me he acabado acostumbrando al mío, a ver, qué remedio, pero no creo que haya sobre la capa de la tierra criatura menos folklórica que yo. La culpa de mi nombre la tuvo mi abuela. Cuando yo me encontraba en proceso de elaboración y mis padres empezaron a pensar en el nombre que le pondrían a la criatura -de la que varios preguntaron a mi madre, para su inmenso cabreo, que si había sido un escudio (sic, por descuido; de nada), porque llegué a este mundo siete años y medio después que el hermano que me precede-, mami tuvo con la suya la siguiente conversación:
-Mamá, he pensado que, si es niña, le vamos a poner Yolanda.
-¿Yolanda? Sí, para que le digan "Sholi". Te va a encantar tener una "Sholi" para toda la vida. Vaya ideas de bombero las tuyas, hija mía.
-Pues entonces, María del Mar.
-María del Mar... Ay, Pepita. ¿Te vas a hartar de parir una niña que tenga nombre de chiringuito? Si no le vas a poner Antonia, como yo, que ya hay muchas en la familia, pues ponle Rocío, que para eso Joaquín es hermano del Rocío.
No me pusieron Rocío. No. Me pusieron María del Rocío, y el cura de la parroquia, por su cuenta, le añadió "y de la Santísima Trinidad", aunque en la familia no le habían dado motivo alguno para ello. Muchísimas gracias, don Salvador. Siempre le tengo presente en mis oraciones. No se imagina cómo. Muchísimas gracias, abuelita. Por tu culpa me han llamado desde pequeña Rocío Dúrcal y Rocío Jurado todas las vecinas de mi bloque, y me cantaban las amigas de mi madre lo del "manojito de claveles" cada vez que me veían, para mi infinito bochorno. Muy graciosas. Mucho.  A mí no me gusta el Rocío. No me gusta el flamenco en general ni la copla en particular, con honrosas excepciones. Qué le vamos a hacer: debe ser cosa de mis genes de la Coruña, que ya debían venir criados, a cargarse mi debilucho ADN sureño en el fiestorro biológico fruto del cual vine a este mundo. Pero lo del nombre de mi madre fue mucho peor. A mi madre siempre la conocieron como Pepita, desde pequeña, por José, su padre, a través del cual me viene la sangre gallega. Cuando, ya bastante mayorcita, le hizo falta una partida de nacimiento, para la cédula de identidad o para lo que fuera, el empleado del Registro Civil le dijo a mi abuela:
-Mire usted, Antonia. Yo me estoy volviendo loco, porque aquí sale una niña que nació el mismo día que la suya, de los mismos padres y con los mismos apellidos de la suya. Pero no se llama Josefa. Se llama Carmen.
A lo que respondió la bendita de mi abuela:
-¡¡¡Uyyyy!!! ¡Anda, pero si es verdad! ¡La niña se llama Carmen!
El alma de Dios no se acordaba de cómo le había puesto a su hija diez o doce años atrás. Tenía tantas cosas en la cabeza la mujer, que una Pepa de más o de menos... Ella dio por supuesto que le había dado el nombre de su padre. Así que fue una suerte para mami que mi abuelo no se llamase Teófilo Romualdo de las Siete Llagas, porque igual se lo hubiera puesto. De modo que Carmen fue Pepita toda la vida, hasta que, ya viuda, le dio por poner su nombre verdadero en todos sus trámites y papeles administrativos. Cuando yo la acompañaba al médico, y llamaban a "Carmen Carballo", al principio se quedaba mirando al tendido y yo le tenía que decir:
-Mamááá. Que te están llamando.
-¿A mí?
-Si, mamá. Carmen Carballo eres tú, o eso dices siempre. Y hasta te he oído cantarlo: "Yo soy la Carmen Carballo y no la de Merimée". Así que vamos para adentro.
Se terminó acostumbrando. En sus últimos años,  ya con Alzheimer, la cuidaba una señora ucraniana que la llamaba, no sé por qué, "chica Carrrrrrrmen". Mi madre odiaba con el alma entera que la llamase así. Terminó por no hablar casi nada. Y tenía alrededor a la señora con "chica Carrrrmen" todo el día para arriba y para abajo, y ella que no contestaba nada. Hasta un día que la señora, delante de mí, le dijo, en un arranque de notable optimismo:
-¡Chica Carrrmen! ¿Verrrdad que usted quierrre mucho a mí?
Y mamá que la mira con cara de odio inenarrable y que le contesta muy seria, por primera vez en semanas:
-Muchoooo. Te quiero una "jartá". No te lo imaginas.
Muy prudentemente, la señora se echó para atrás. E hizo bien. Porque genio y figura....
Yo no escarmenté: siempre me han encantado las novelas de Guillermo Brown, conocido en España como Guillermo el Travieso. Es uno de mis personajes favoritos de todos los tiempos, y si no habéis leído ninguna novela suya, hacedlo. Os garantizo un rato de reír un montón. Bueno, pues le puse Guillermo a mi segundo hijo. Y comparado con él, el Guillermo el Travieso original se queda a la altura de una madre teresiana.  Así que ojito con los nombres, porque hay veces en que el hábito (o nombre) "sí" hace al monje. En fin. En todo caso, hay cosas peores que un nombre inadecuado. Yo necesito azúcar y, buscando en el blog de Isasaweis, cuyas recetas me encantan, encuentro una bastante fácil y lucida que me garantiza un buen chute. Con ustedes, el hojaldre de Astorga:
Ingredientes:
-Dos planchas de hojaldre refrigerado o congelado, mejor rectangular.
-750 gramos de azúcar
-500 ml. de agua.
-Unas gotas de zumo de limón.
-3 cucharadas de miel.
Precalentar el horno a 200º y poner una hoja de papel vegetal en la bandeja del horno.
Cortamos las planchas de hojaldre en cuadrados. Si es congelado, mejor no estirarlo, y así sube más.
A cada cuadrado se le saca un círculo de en medio con un descorazonador de manzana o un cortapastas redondo pequeño. Se disponen en la bandeja del horno y se meten 12 minutos, o hasta que hayan subido y estén dorados.
Mientras, ponemos al fuego un cazo con el resto de los ingredientes y dejamos cocer, removiendo, hasta que se nos haga un almíbar viscosillo. Sacamos los hojaldres ya cocidos, los ponemos sobre una rejilla y los bañamos con el almíbar.
Eso sí, tienen una vida breve. Pobres.

Que la fuerza os acompañe... a vosotros y a mí. Pasadlo bien.

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