Me cogéis arreglando mi patio, para inaugurar la temporada. Ya he sacado bolsas de hojas secas para rellenar un colchón. Riego las plantas, pues algunas incluso están vivas, y me pregunto porqué a todas las macetas que planto les da por echar unos rabos larguísimos y vagamente amenazadores. Me acuerdo de un cuento de H.P. Lovecraft sobre unas verduras malignas que siembran el terror en una tranquila localidad de la Costa Oeste norteamericana. No os riáis, que el cuento da mucho miedo. Siento en el cuello el aliento abrasador del verano, ahí agazapado, esperando para lanzarse sobre nosotros. Sales a la calle y es el tema del día:
-Ojúúú. Qué calor.
-Qué calor hace.
-Qué veranito nos espera.
-Vaya terralazoooo.....
Cada vez que escucho uno de esos comentarios me siento como si la temperatura ambiental subiese dos grados. ¿Porqué la gente no puede hacer como que no se da cuenta? Igual que cuando alguien lleva bajada la cremallera del pantalón y todo el mundo lo ignora educadamente, para después hacer suculentos chistes con fruición. Pero en privado.
Este año me he rendido a la evidencia de que necesito aire acondicionado en los dormitorios. Cuando vino el técnico y entró en el cuarto de mi hijo el pequeño, empezó a hacer esos ruiditos característicos que ya he oído en otras ocasiones y que nunca presagian nada bueno:
-Uggghhhh. Brrrrrrmmmmghhhhh. Mmmmmm.....
- Si.... bueeeeno.- dije yo, hacíéndome la simpática.- Perdón por el desorden (eufemismo por "perdón por hacerle entrar en esta zahúrda infecta sin mascarilla") Los niños, ya sabe, jejeje...
- No, no, señora. No es problema. El problema es la reja de la ventana.
-¿La reja?
-Sí. Hay que quitarla. Desde abajo no se puede, porque la altura es muy grande, y no hay más remedio que instalar la máquina desde dentro. Y no, nosotros no lo hacemos. Y tiene que estar hecho antes, como usted comprenderá...
Mira que da gusto encontrarte con gente que te facilita las cosas. El técnico se fue, con la resignada promesa de que quitaríamos la reja. Nuestro cuñado Emilio vino y nos la quitó. En España hay que tener un cuñado, o varios, si quieres hacer algo en la vida. Qué apañado eres, cuñado. Vales por siete Potosíes, y no sólo porque midas dos metros. Te debo una muy gorda. Más tarde, me asomé a la habitación y casi me da un paro cardíaco cuando vi medio cuerpo de mi hijo mirándome desde "fuera" de la ventana, como los vampiros que flotaban de "El misterio de Salem´s Lot".
-¡¡¡AAARGHHHHH!!!! ¡¡¡NIÑOOOO!!! ¡¡¡QUITATE DE AHI AHORA MISMOOOO!!!
Se había subido al tejadillo que hay bajo su ventana, a un piso de distancia del duro suelo del patio, y allí estaba, tomando el fresco. El muy capullo.
-Mamááá. Que no pasa náááá. He querido hacer "esto" desde que era pequeño....
Ya os digo que cualquier día me matan de un susto, como a los gorriones, que tengo el corazón muy chico. Por lo demás, aquí estamos, esperando a que vengan ya y nos instalen, y por lo menos se pueda dormir a partir del mes que viene.
Y eso que esta casa no es demasiado calurosa. Me acuerdo de mi casa de antes, la de calle Malasaña. Era un bloque de tres pisos que se edificó sobre el solar de la casa mata de mi abuela, donde los promotores eran los de la familia. En mi barrio de la Trinidad es muy frecuente ese tipo de construcción de "tós achuchaos y así mamá no se queda sola". Aquel bloque se hizo en los años 70, cuando lo de las normas de la edificación, y no digamos el comfort de los habitantes, sonaba a bandoneón porteño. Siempre tengo al arquitecto diseñador del proyecto, cuyo nombre ha caído en un piadoso olvido, presente en mis oraciones. Para pedirle a Satanás que le confine al más subterráneo de sus infiernos por toda la eternidad. Como favor personal. Por supuesto, en el bloque no había ascensor. En ese tiempo nadie se planteaba que vivir tuviera que ser cómodo. No digo que fuera mejor, pero, desde luego, la limitación de opciones hacía que la vida fuera más simple. Y quemabas más calorías, que tampoco está mal. El aislamiento era nefasto, tirando a inexistente. Nosotros vivíamos en el tercer piso y oscilábamos entre el calor de la sartén de Pedro Botero en verano y la gelidez del panteón de los Capuleto en invierno, pasando por alguna que otra gotera en cuanto llovía más de cuarenta y cinco minutos. Subíamos a la azotea a achichicharrarnos al sol, porque lo cool en esos años era lucir color de ladrillo, como la hija de Toro Sentado. Eso sí, protegidas por el potingue que mami y mi hermana se hacían en la farmacia, con textura de mayonesa, cuyo filtro solar era por oclusión: la piel no se te veía al través. No sé cómo no nos dio nunca un golpe de calor que nos dejara tontas para siempre (¿o sí?...) La temperatura era, literalmente, incompatible con la vida. Ni un triste tabarro se veía, y pronto comprendimos todos que mejor no nos molestáramos en poner ni una maceta de adorno, para que los vecinos de al lado no nos denunciasen por maltrato vegetal. Por eso, a los pocos años, mis padres compraron el piso del Rincón de la Victoria. En esos venturosos tiempos, y hasta no hace tanto, cuando ibas por la carretera pequeña y llegabas a la playa del Chanquete, ya notabas el cambio del aire y cómo refrescaba. Y doy fe de que incluso te echabas una colcha para dormir. Y se veían las estrellas. Lo cierto es que, cuando ya llegaban estas fechas, en mi casa no se podía parar de calor. No era raro que me asomase al salón, que era la estancia relativamente más fresca, y me encontrase a doña Pepa tumbada en el suelo, haciendo un aspa con piernas y brazos, como si esperase el advenimiento de una nave espacial que la abdujera.
-Mamá. ¿Qué haces?
-Es que no puedo, nena. No se puede estar en ninguna parte. Y tu padre echado en "esa" salita (orientada al oeste), encima de "ese" sofá ( tapizado de un terciopelo sintético que amenazaba con entrar en combustión espontánea en cuanto lo mirabas un minuto) ¡y "tapado" con una sábana de "nailon"! ¡Me pongo mala sólo de mirarle!
Era cierto. A papi el calor le sentaba estupendamente, mientras que a mamá la ponía a morir. Era una incompatibilidad añadida: la de sus respectivos termostatos corporales. Por descontado, entonces no era habitual instalar aire acondicionado, eso era de las películas americanas a ojos de la mayoría de la gente, por aquel entonces. Y, siempre, a ojos de mi prudente padre, al que cualquier gasto innecesario arrancaba lágrimas negras de los ojos, y que además disfrutaba de la canícula igual que un lagarto tizón. Como un extraordinario, teníamos ventilador. Uno. Que normalmente usaba mi madre. Los hijos, que entonces estábamos en el peldaño más bajo de la cadena jerárquica, ajo y agua de la ducha. Aun sueño con aquella habitación. Tengo pesadillas en las que me hago un charquito en el suelo y me voy filtrando por el suelo. No lo olvidaré jamás.
Lo único que puede ayudarte a sobrevivir, llegado a este punto, es ralentizar todos tus procesos orgánicos e intelectuales, y, en general, hacerlo todo más despacio de lo acostumbrado. Si consigues volverte un poco lerdo, eso que tienes ganado. El aquí y ahora. Y aquí, y ahora, en mi cocina se está haciendo un plato de mi pueblo político que está francamente rico y que es muy facilito de hacer:
-Un kilo de magro de cerdo. Yo he usado puntas de solomillo, por aquello de que tiene menos grasa.
-Seis o siete pimientos verdes.
-Un par de tomates maduros.
-Una pastilla de caldo.
-Vino blanco.
-Aceite.
-Una pizca de pimienta molida.
Se limpia la carne y se pone a sofreír en un fondo de aceite. Se añade agua que la cubra un poco y un chorro de vino. Se rallan y añaden los tomates. Se lavan los pimientos y se cortan en tiras, procurando quitarle las costillas blancas que puedan tener por dentro, y se añaden. Se desmenuza la pastilla de caldo y se echa, junto con la pimienta. Se deja cocer todo hasta que se quede prácticamente en el aceite y se sienta el impulso irresistible de meter dentro una barra de pan. Ese es el punto ideal.
Suele maridar bastante bien con un tintito con Casera y una siesta para descansar esa tonturria tan agradable que te entra. Nunca hemos de desaprovechar la ocasión de hacer una pausa. El mundo seguirá estando ahí, esperándonos con paciencia, como un implacable cobrador del frac. Y mientras tanto, le sacamos una silla, que somos gente considerada, y le decimos:
-No tardo nada ¿eh? En lo que echo en hacer unos mandados y vuelvo.....,
Feliz semana.... y bienvenidos al verano. Qué remedio....
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