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miércoles, 2 de noviembre de 2016

TERNERA CON PIMIENTOS Y SALSA DE OSTRAS.

Cuando te conviertes en madre tras el trámite hospitalario de rigor, que no describiré, (de nada) y te llevas a tu flamante criatura a casa, al llegar tienes la impresión de que te han tirado de un avión y has aterrizado en un territorio ignoto: tu casa es tu casa, pero no. Tu vida es tu vida, pero no lo es. Te han injertado una diferente dentro de la tuya y de repente ya no te acuerdas ni de quién eras, y mucho menos de cosas como eso de salir de noche. Incluso cuando sales de día estás tan catatónica por el batacazo hormonal y por la falta de sueño, que te ha bajado el coeficiente intelectual cincuenta puntos y tampoco te enteras de nada. De hecho, es lo más parecido a vivir drogado que he experimentado en mi vida. Poco a poco vas volviendo en ti, y cogiendo rutinas nuevas, y descubres que en realidad puedes volver a dar paseos, que el carrito no es tan incómodo de llevar y que hay bastantes posibilidades de que si te sientas en una terraza, el enano se te duerma un rato, o te duermas tú, y el mundo se vuelve perfecto. Has vuelto a encontrar el equilibrio. Pero esta época sólo dura hasta que tu niño empieza a andar y descubre lo embriagadora que es la libertad, y lo divertido que es destrozar todo lo que está al alcance de tu mano y tener a mami desrriñonada corriendo detrás de tí. A veces, la paz se termina mucho antes de que llegue ese momento, como relataré más adelante. Y las salidas se complican. Ir a comer fuera se convierte en una operación militar calculada al detalle. Llevas una bolsa con pañales, con una muda, dos cuentos, una bolsa de piquitos de pan y una caja de lápices de colores. En aquel tiempo aún no se habían inventado las tablets, así que no podíamos idiotizar al niño con el Pocoyó un rato para que te dejase comer en paz. (Lástima)   A pesar de todo ello, a veces sucumbíamos a la nostalgia de Cuando Eramos Adultos Normales, y nos arriesgábamos. La vez que yo he comido más deprisa en mi vida no fue en un Mac Donald, por increíble que parezca. Fue en un restaurante chino. Era un domingo soleado e idílico. Todo era calma, sentamos al niño, entonces único, en su sillita y pedimos nuestros platos. Y cuando ya lo habíamos pedido todo, la criatura miró a su alrededor, abrió la boca y comenzó a aullar como una furia.  El camarero vino y le trajo una piruleta, que le fue arrojada a la cara entre convulsiones demoníacas y un aumento del volumen. Le trajo sucesivamente un abanico y un almanaque de colorines, que corrieron la misma suerte, así como los lápices de colores, los cuentos y los piquitos, todo lo cual tuve que ir recogiendo de un radio de cinco metros, y de encima de alguna mesa cuyos ocupantes no parecían muy contentos. Intentamos toda la batería de recursos: 
A) Cantar la canción de los Teletubbies (Aumento considerable de volumen:¡¡¡AAAARRRGHHHHHHHH!!!!)
B) Hacerle el "ricotín, ricotán" (mordisco en la mano)
C) Sacarle fuera en el carrito (en cuanto entraba otra vez, vuelta a empezar)
D) Como medida desesperada, bailarle los "Pajaritos por aquí, pajaritos por allí", en público. (Sí, hasta ahí llegas a rebajarte. Cierto éxito; pero sólo cinco segundos de silencio. No compensa.)
Todo el restaurante nos miraba; sentía el odio colectivo resbalar en oleadas sobre nosotros. Es horrible cuando estás en un sitio donde sabes que todo el mundo quiere que te vayas. Viendo que por la parte de la criatura no había nada que hacer, hicieron con nosotros lo que nunca he conseguido en ninguna otra ocasión: previa deliberación, nos trajeron todos los platos a la vez, antes que a nadie. No protestó ni un solo comensal. Creo que nuestra estancia no llegó a los quince minutos. Comimos como pudimos, pagamos y nos fuimos bajo el peso del bochorno más atroz. Aunque no puedo asegurarlo, juraría que oí aplausos a nuestras espaldas. En cuanto entramos en el coche y pusimos a aquella fiera corrupia en su sillita, cerró los ojos y se quedó roque, tan mono él, y no volvió a dar un ruido hasta dos horas y media después, en que se despertó de muy buen humor, haciendo unos ruiditos adorables. Angel de Dios.
Como todo llega, llegó también el momento en que, aumentada la familia al censo actual, crecieron lo suficiente para permanecer diez minutos sentados, durante los cuales tenias que aprovechar para hacerles comer como a las ocas del foie-gras, y después se pasaban el resto de la comida revolcándose debajo de la mesa, que conseguimos que por lo menos fuera siempre la nuestra propia y no alguna ajena. Más tarde, nos atrevíamos incluso a quedar con nuestro grupo de amigos de siempre, que tenemos todos los hijos más o menos de la misma edad. Esas veces, elegíamos alguna venta, o algún chiringuito al lado de la playa para que los enanos se oreasen por ahí y nosotros pudiésemos comer con una relativa tranquilidad. Cuando los recogíamos a todos, los niños de mis amigos estaban algo sudorosos y despeinados, pero presentables. Los míos estaban emborrizados de arena, fango o tierra, según el emplazamiento, hasta el pelo, y con algún que otro siete en la ropa. La cara ni se les veía al través de la mugre, pero no cabía la menor duda: eran los míos. Siempre. Literalmente incapaces de mantenerse alejados de cualquier forma de porquería, se presentase ésta bajo la forma de arena, barro, pintura fresca o cualquier otra cosa similar o peor, como la vez que fuimos a comer a una venta donde tenían una cuadra con caballos. Sí, esa misma sustancia que tenéis en mente. Tuvimos el coche lleno de moscas tres días. Una vez, en pleno invierno, fuimos a comer a un restaurante de playa con otros amigos que a su vez traían a unos suyos a los que no conocíamos, todos ellos muy circunspectos y formales y cuyos hijos ya habían rebasado ampliamente la edad del enguarrinamiento. Cuando fuimos a buscar a mis niños para que comieran, nos encontramos con que se estaban bañando en el mar, eso sí, decorosa y completamente vestidos. No era la primera vez que ocurría, por cierto, y como una no se hace ilusiones, previsoramente llevaba no una, sino dos mudas en el coche, pero no pude evitar que les vieran. Las caras de aquella familia eran un poema. Uno de sus miembros dijo, con la nariz muy alzada, algo así como:
-Mis hijos "jamás" han hecho algo semejante.
Maldigo mi buena educación, porque lo que me pedía el cuerpo era contestar algo tal que:
-Porque no se les habrá ocurrido. Será que te han salido algo "retrasadillos".
Hay que fastidiarse, hombre.
En fin, de algún modo he sobrevivido a la vergüenza infinita inherente a la condición de madre, y he llegado hasta aquí sin que me haya tragado la tierra, por mucho que lo haya deseado en ocasiones. Desde entonces me he acordado muchas veces de aquel día del restaurante chino. Y como este plato siempre me ha gustado mucho, me he decidido a buscar la receta y prepararla de un modo más o menos aproximado:
-1/2 kg. de filetes de ternera.
-4-5 pimientos verdes
-Media cebolla.
-Un ajo
-Jengibre en raíz. No vale en polvo.
-Una cucharada de salsa de ostras, la venden en las grandes superficies y dura la vida entera.
-Salsa de soja.
-Caldo vegetal, puede ser de brick.
-Una cucharada de Maicena.
-Aceite de sésamo. No es imprescindible pero sí muy recomendable.
-Tallarines de soja o de arroz para acompañar.
Se cortan los filetes en tiras finas y se tienen un par de horas macerando en salsa de soja. Se escurren y se saltean en una sartén con un fondo de aceite de sésamo o de oliva. Se sacan y reservan. En el mismo aceite, se cortan las verduras en tiras y se saltean. Se añade la carne. Se disuelve la Maicena en medio vaso de caldo y se vierte por encima del conjunto. Se ralla un poco de jengibre y se añade, junto con la salsa de ostras. Se le da a todo un hervor unos diez minutos; la salsa debe espesar, y se prueba y rectifica de sal si hace falta.
Se sirve acompañado de los tallarines, preparados como pone en el paquete, que normalmente es escaldándolos unos minutos en agua muy caliente. Y se disfruta.

No os quejaréis. Además de la receta, ya os he dado buenos motivos para que me  podáis poner como hoja de perejil, por haber criado a unos cochinorros semejantes. Pues que sepáis que ahora incluso se duchan a diario, y dan los buenos días y son hasta presentables. No, yo tampoco sé cómo ha ocurrido, a decir verdad. Pero si me leyese alguien que aún no ha llegado hasta ahí, le mando un mensaje de esperanza.  Los niños crecen, y tú sobrevives. Pero ésta, ay, es otra historia...
Feliz semana a todos.

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