Cuando una se convierte en madre, no vuelve a conocer la paz de espíritu en su vida, a poca vocación de sufridora profesional que se tenga. Una de mis primeras tareas cotidianas consiste en despertar a mis hijos. Sí, tienen alarma en sus móviles. Sí, dicen que la ponen por las noches. No, nunca la he oído. Tampoco ellos. Parece ser que el sonido de sus alarmas se encuentra en un rango auditivo imperceptible para el oído humano. Lo cierto es que siguen durmiendo plácidamente. Bendito sueño. Al final, tengo que terminar vertiéndole a alguno el café por una oreja en la vana esperanza de que eso le despierte, cuando no hay que recurrir a una reanimación cardiopulmonar de urgencia. Al otro le tengo que despertar a distancia, como al que cita al toro en la plaza, porque no puedo entrar en su habitación, si no quiero correr el riesgo de romperme la crisma al tropezar con el íntegro contenido de su armario, desparramado por el suelo. Cuando yo tenía su edad mi habitación estaba al fondo de la casa y no tenía despertador. Tenía algo mucho mejor. Tenía a doña Pepa, cuya voz ensordecedora por las mañanas era un sonido imposible de ignorar, prohibido por las convenciones de Ginebra al constituir tortura auditiva. Yo no heredé su voz prodigiosa. Ni su autoridad, ni su capacidad para inculcar el santo temor de Dios en los endurecidos corazones de mis vástagos. Soy básicamente una madre blandiblup. Así que mis métodos espabilatorios son bastantes más suaves, con lo que para que resulten de cierta eficacia precisan de una constante y agónica repetición. Cuando consigo que se levanten y salgan por la puerta, estoy al borde del colapso. Eso cada día. Luego están los periódicos sobresaltos. Imagínate que vuelves a tu casa un domingo por la tarde, sumido en ese agradable sopor que lo único que pide es sentarte en tu sofá a ver una agradable y aburrida película sueca, y te encuentras enfrente de ti, en tu salón, a un tipo rapado como un queso de bola, muerto de risa, a cuya vista saldrías corriendo en dirección opuesta para salvar tu vida, hasta que te percatas de que el sicario a sueldo es tu hijo, que ha tenido cinco minutos de locura con la cortadora manual de pelo....
-¡Jajajajaaaa! ¡Qué SUSTO más BUENO te he pegado, mamiiii!
El muy cabrito. Hijo de mi vida.
-¡¡¡NIÑOOOO!!! ¿"QUE" TE HAS HECHO? ¡¡¡Pareces el botones Sacarino!!! ¡Estás HORRIBLE!
-Joooooo, maaaaamaaaaa.... que sólo es "pelo"..... noooooveahhhhh...
Claro. Sólo es pelo. A ver. A mí, por regla general, me trae bastante sin cuidado el aspecto de la gente. Una se considera una mujer de su tiempo, tolerante, que no se deja influir por algo tan superficial como el pelo o no pelo de cada uno. De joven, en mi grupo de amigos había gente que llevaba crestas de colores y los labios pintados de morado. O sea, que qué me vas a contar. Psché. Pero..... cuando el que se hace cosas en la cabeza es TU hijo, la racionalidad desaparece por completo de tu vida, y por el tercer ojo te sale, a guisa de pajarito de reloj de cuco, la Madre Amantísima Victoriana que aúlla en tu cerebro: " ¿¿¿A qué esperas??? ¡¡¡Dale una buena paliza AHORA MISMO!!!" Y lo ves todo rojo, y te sale espuma por la boca, y de la agradable y correcta persona que eras hace cinco minutos no queda ni el recuerdo. Eres como el Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Estas son las contradicciones que quien no ha tenido hijos no podrá entender jamás.
Creo que no me irá nada mal, para meter en caja mis destrozados nervios, una sopita de ésas que me improviso con lo que pillo en la nevera en aceptable estado de salubridad. Sobre todo hoy, que la estación se ha echado para atrás y sopla su poquito de biruji.
Necesitamos (además de un valium: opcional):
- Una pechuga de pollo
- 4-5 champiñones o setas
- Dos cebolletas o una cebolla en tiras
- Una zanahoria
- Dos o tres hojas de col en tiras.
- Un tallo de apio
- Unos cubitos de tofu (opcional)
- Una cucharada de pasta miso. Se puede sustituir por cubitos de caldo, o en vez de agua utilizar un brick de caldo
- Tallarines o fideos de arroz.
- Jengibre rallado.
- Un pellizco de pimienta.
Se pone a cocer todo junto, excepto si la pasta de miso, si la usamos, de ser así, ésta se diluye al final en un poco del agua caliente y se añade al caldo. Si se utilizan fideos de los que sólo hay que rehidratar, se añade al final. Se pica la pechuga de pollo en taquitos. Y se consume, entre atronadores suspiros de "¡Me vais a MATAR a disgustos!"
Y se dice una a sí misma que mañana será otro día. Y que a lo mejor te compensa instalar megafonía programada a las siete de la mañana........
Feliz -y tranquila- semana.
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